Recientemente han aparecido dos noticias que, aunque aparentemente no relacionadas, tienen un fondo común y ponen en tela de juicio la autenticidad del católico que vive su seguimiento de Jesucristo en el seno de la Iglesia. Por el prestigio de los protagonistas de estas dos noticias y el desafío que implican sus afirmaciones, creo que es iluminador para todos escuchar lo que dicen e interrogarnos sobre nuestra fidelidad a Jesús dentro o fuera de la Iglesia.
Por un lado, Jon Sobrino. Reconocido e influyente teólogo jesuita, ‘uno de los grandes de la teología de la liberación’, compañero de Ignacio Ellacuría y de los otros teólogos residentes en la casa de jesuitas donde el 16 de noviembre de 1989 entraron unos escuadrones paramilitares salvadoreños matando a todos los que estaban, incluyendo a la encargada de la casa, Elba Ramos y su hija. Sobrino se salvó al estar en Tailandia para dar una conferencia. Pues el pasado domingo 12 de septiembre, en el Congreso organizado por la Asociación de Teólogos Juan XXIII en el paraninfo del sindicato Comisiones Obreras en Madrid, Jon Sobrino afirmaba: "la Iglesia ha traicionado a Jesús... Esta Iglesia no es la que Jesús quiso. Esta es la idea que tengo ahora, viejo y medio ciego, en espera de la muerte" (ver).
Por otro lado, Anne Rice, autora de Crónicas vámpiricas, que volvió en 1998 a la Iglesia católica que había abandonado a los 18 años. En 2005 afirmaba que desde ese momento sólo escribiría de ‘Jesús, nuestro Señor’. Sin embargo, el pasado 28 de julio anunciaba en su página de Facebook que dejaba el cristianismo, con las siguientes palabras: “Para aquellos a quienes les importe, y entiendo si no es así: Hoy renuncio a ser cristiana. Estoy fuera. Sigo comprometida con Cristo como siempre, pero no con ser ‘cristiana’ o ser parte de la cristiandad. Es simplemente imposible para mí pertenecer a este conflictivo, hostil y merecidamente infame grupo. Durante diez años he tratado. Y fallé. Soy una forajida. Mi conciencia no me permite nada más... Como dije antes, renuncio a ser cristiana. Estoy fuera. En el nombre de Cristo, me niego a ser anti-gay. Me niego a ser anti-feminista. Me niego a estar en contra del control artificial de natalidad. Me niego a ser anti-demócrata. Me niego a ser anti-humanismo secular. Me niego a ser anti-ciencia. Me niego a ser anti-vida. En el nombre de Cristo, renuncio al Cristianismo y a ser cristiana. Amén” (ver).
De estas afirmaciones, surgen espontáneamente varias preguntas, por ejemplo: ¿Es la Iglesia tal como la conocemos hoy como Jesús la quería? ¿Estamos llamados a ser discípulo de Jesús dentro de la ella, o es sólo posible ser verdadero discípulo del Maestro y seguir sus enseñanzas fuera de la Iglesia? Contestar a estas preguntas, y otras parecidas, implica reflexionar acerca de la fundación de la Iglesia, de su realidad actual y de su papel en la vida del cristiano.
E primer lugar, por lo que se refiere a la fundación de la Iglesia, y dejando de momento de lado lo que afirma el Magisterio, entre los estudiosos del tema encontramos opiniones muy distintas, que van desde pensar que Jesús era plenamente consciente que quería fundar una Iglesia y ésta coincide con la que conocemos hoy con todas sus estructuras, a otras opiniones que creen que Jesús lo único que quería era llamar Israel a una conversión profunda y a ser fiel a la Alianza, a la espera del juicio inminente de Dios, pero no quería fundar una nueva institución, ni, mucho menos, una nueva religión. Otros piensan que en realidad importa poco lo que quería Jesús, lo que cuenta es lo que quiere Dios y saber si el desarrollo de la Iglesia hasta llegar a ser la institución que conocemos hoy ha sido fiel a Su voluntad. Como vemos son muchas y muy variadas las opiniones. Lo que creo que es decisivo para nosotros, desde un punto de vista más existencial, es ver si la Iglesia es mediadora de Cristo, si nos acerca de una forma válida la persona de Jesús y su mensaje y, más aún, si nos hace accesible la salvación que Él ofrece. Yo creo que a esta pregunta, aún con todos los defectos que tiene la Iglesia, tenemos que contestar que sí. Sin la Iglesia, Jesús sería un personaje histórico del pasado, inaccesible a nosotros hoy como mediador actual del encuentro con Dios.
En segundo lugar está la cuestión de la realidad actual de la Iglesia. Aquí es imposible no reconocer el pecado de sus miembros y pecados gravísimos ‘que no se dan ni entre los paganos’. Esto es incluso más patente en los miembros que ocupan un puesto alto en su jerarquía, que en los miembros más humildes, donde se dan muchísimas veces actos callados de verdadera entrega y servicio. Tampoco se puede negar que muchas enseñanzas de la Iglesia son por lo menos discutibles y la mayoría choca con la mentalidad dominante, aunque se pueda argüir que esto es debido a su ser fiel al evangelio, que es siempre una ‘bandera discutida’. Otros acusan la Iglesia, a veces no sin razón, de oscurantismo, de querer que le gente permanezca en la ignorancia, para así poder manipularla, llegando a afirmar que la Iglesia no es ‘una fuerza de bien en este mundo’ (Stephen Fry). Pero, ¿son suficientes estas razones para salirse de la Iglesia? Puede que nos avergoncemos con frecuencia de ella, pero ¿es ser fiel a Jesús salirse de ella, o no lo es más luchar desde dentro para que cambie? Ya nos advirtió Jesús de la cizaña que habrá siempre en su seno hasta el fin de la historia. A veces la fidelidad a Jesús puede exigir que suframos por la Iglesia, pero también ‘a causa’ de ella, como ha sucedido a muchos santos a lo largo de su historia.
Y en tercer lugar, en lo que se refiere al papel de la Iglesia en la vida del discípulo, yo creo que hay una unión inquebrantable entre ser cristiano, ser discípulo del Señor, y formar parte de la Iglesia. En el momento en que uno acepta a Jesús, entre a formar parte del grupo de sus seguidores, buenos o malos que sean, a los que está unido por la fe. Es verdad que hay distintos grados de pertenencia a la Iglesia y distintos modos de sentirnos identificados con ella, desde participar plenamente en la vida sacramental, aceptar totalmente su enseñanza y reconocer la autoridad de sus pastores a formas más laxas. Al final lo que cuenta, como diría San Agustín, es estar en ella no tanto con el cuerpo, sino con el corazón, y el reciente beato John Newman puede enseñarnos mucho acerca de la dialéctica entre la conciencia personal y el Magisterio de la Iglesia: “Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa –desde luego no parece cosa muy probable-. Beberé “¡Por el Papa!”, con mucho gusto. Pero primero “¡Por la conciencia!”, después “¡Por el Papa!” (Carta al Duque de Norfolk).
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