Homilía 28 de noviembre 2010
Domingo I de Adviento (ciclo A)
En el capítulo 29 del Libro 8 de las Confesiones de San Agustín, el santo nos cuenta el momento decisivo en el proceso de su conversión. Estaba en un jardín en Milán y oye la voz como de un niño procedente de una casa vecina, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: “Tolle, lege; Toma y lee”. Agustín interpreta esas palabras como un mandato que le viene de Dios; se levanta de los pies de una higuera donde estaba tumbado llorando, coge el códice del apóstol Pablo y lee lo primero que le vino a los ojos, que era el texto de la Carta a los Romanos de la segunda lectura de hoy: “nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13, 13s). Dice Agustín que no quiso ni era preciso leer más que estas pocas frases; inmediatamente sintió como “si una luz de seguridad se hubiera derramado en su corazón”. Desde ese momento todo cambió en su vida. Antes se encontraba en una lucha que lo llevaba a la desesperación; se sentía atraído por el Señor, pero al mismo tiempo por los placeres mundanos, sobre todo los placeres relacionados con la sexualidad; sabía que la continencia era lo bueno para él, pero no llegaba a decidirse. San Agustín compara este estado en el que se encontraba al de una persona que se ha despertado pero no termina de levantarse de la cama, aunque ya haya dormido más que de sobra; sabe que debe levantarse pero se deja vencer por la modorra y vuelve a dormirse, quizás con más gusto que antes. Agustín ya sabía que quería ser casto y se había medio decidido a ello, pero no encontraba la fuerza para dar el paso definitivo y levantarse de su estado de ‘postración’.
Empezamos hoy el tiempo de Adviento, tiempo en que se nos invita a la vigilancia, a despertarnos del sueño, como dice San pablo en la segunda lectura y como hizo San Agustín al leer estas palabras del Apóstol: dejando definitivamente lo que nos separa de Dios y de una vida cristiana plena, los vicios, los pecados, la indolencia, la falta de caridad, la indecisión... Y lo queremos hacer para dejar ya definitivamente atrás una vida a medias, incoherente, que nos hace infelices y miserables y también porque ‘nuestra salvación está ahora más cerca’, porque el Señor viene, porque caminamos hacia el encuentro con Él. Como hemos rezado en la Oración Colecta de la Misa de hoy, queremos salir al encuentro de ‘Cristo que viene’ con las lámparas bien encendidas, como las vírgenes sensatas de la parábola, acompañados de las buenas obras, para que Él, en el juicio, nos coloque a su derecha.
Hay distintas maneras de vivir el tiempo, la dimensión temporal de nuestra vida. A veces lo vivimos como una sucesión de momentos presentes a los que intentamos sacarles el mejor partido, aunque muchas veces no con un buen criterio. De hecho, aunque en principio estemos todos de acuerdo en eso de carpe diem, después lo entendemos de formas distintas. Otras veces vivimos más proyectados en el futuro, esperando y anticipando un acontecimiento, a veces alegre, otras veces tristes, que pensamos va a tener lugar. Una señal de que nos estamos volviendo viejos es que empezamos a dar más importancia al pasado, con frecuencia lamentándonos de las decisiones tomadas. Hay una máxima que afirma que ‘un hombre no es viejo hasta que sus lamentos por el pasado sustituyan sus sueños para el futuro’. Los cristianos tenemos una forma muy nuestra de vivir el tiempo y que nos caracteriza como tales, también respecto a las demás religiones; lo referimos en todas sus dimensiones a Cristo, haciendo memoria de su primera venida, esperando su retorno glorioso y caminando en su presencia, ya que está con nosotros ‘todos los días hasta el fin del mundo’ El tiempo litúrgico de Adviento nos quiere enseñar a vivir así nuestro tiempo, como un tiempo redimido, un tiempo cristiano, marcado por Cristo en su pasado, presente y futuro. Los antiguos maestros espirituales nos enseñan esto al hablar de las tres venidas de Cristo: una en la historia hace 2000 años, otra en el futuro en su Parusía, y otro hoy, cuando viene a inhabitar en las almas de los justos. El Adviento sobre todo nos invita a vivir la virtud de la esperanza, a vivir proyectados hacia el encuentro definitivo con Cristo, que ‘esperamos con esperanza’, que anhelamos, porque estar con Cristo es ‘con mucho lo mejor’, como dice Pablo. También queremos hacer nuestro el grito de todos los pobres de este mundo, de todos los que sufren, de los perseguidos, de los crucificados, que claman justicia, que anhelan la liberación, que piden que el Señor vuelva a establecer definitivamente su reino. Esta dimensión social del Adviento, aunque la tengamos menos presente en Occidente, es fundamental: Dios viene a hacer justicia a sus pobres y a instaurar su reino.
Los cristianos de Roma se reunían este primer domingo de Adviento en la Basílica de Santa María la Mayor para empezar este tiempo litúrgico poniéndose bajo la protección maternal de María. Ella es la figura fundamental del Adviento, junto con San Juan Bautista y el profeta Isaías. María es modelo de esperanza, de alegre y joven esperanza; en ella percibimos ya el comienzo de los tiempos mesiánicos, del tiempo en que se cumplen las promesas de Dios a los pobres. En ella vemos como se inaugura esa visión de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: el monte del templo del Señor se elevará sobre la cima de los otros montes y hacia él confluirán todos los pueblos para caminar a la luz del Señor; ya no se alzará pueblo contra pueblo, ni se adiestrarán en el arte de la guerra, sino que de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas.
¡Qué con la intercesión y la solicitud maternal de María despertemos del sueño en este Adviento, caminemos a luz del Señor y podamos salir a su encuentro con las velas encendidas, acompañados de las buenas obras!