El nueve de noviembre es una fecha algo especial en nuestro calendario y vamos a intentar ponerla bajo la luz de la fe a ver si encontramos un sentido más profundo a los distintos acontecimientos que hoy recordamos, ya que Dios hace de nuestra historia humana, con sus luces y sombras, una historia de salvación. Por un lado, desde la historia civil y limitándonos al siglo pasado, -al increíble siglo XX - celebramos en este día el aniversario de dos sucesos contrapuestos y relacionados con Alemania y Europa. El primero de ellos, en orden cronológico, es la triste ‘noche de los cristales’ (Kristallnacht), en 1938, cuando las SS arrestaron y asesinaron a muchos judíos y destrozaron sus sinagogas y comercios. Para muchos fue el paso previo al inicio del Holocausto y la primera muestra de que algo iba mal, algo se había torcido, en el pueblo alemán. Por otro lado, y siempre en Alemania, una misma noche entre el 8 y el 9 de noviembre, pero 51 años más tarde, en 1989, caía el muro de Berlín, con todo lo que eso significaba, tanto en lo que se refiere a la existencia misma del muro como a su caída.
¿Tienen algo que ver estos sucesos con Dios? ¿Con la salvación que Él ofrece? ¿Con la Iglesia? Dejando de momento a un lado un tema importantísimo pero que no se puede tratar aquí, como es el lugar especial que tiene el pueblo judío en la historia de la salvación, sí creo que estos acontecimientos muestran con una luz clara aunque siniestra lo terrible que puede llegar a ser el pecado del hombre, su maldad. Quizás como nunca antes en la historia, el hombre en el siglo XX ha tenido que tomar conciencia del lado más oscuro de su ser. Un lado oscuro que es individual, pero también social y que puede llegar a ser devastador. Ante esta constatación se han derrumbado tantas falsas ideologías y proyectos históricos de redención intramundanos, que se basaban en una visión del hombre ingenua, como si éste fuera bueno sin más, necesitado sólo de ser liberado de las fuerzas alienantes externas para construir una civilización feliz.
Pero, una vez que hemos tenido que admitir nuestro pecado, nuestra maldad ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos a esta situación? ¿Construimos muros entre nosotros para debilitarnos mutuamente y protegernos los unos de los otros? ¿No queda más remedio que vivir en un estado de guerra fría permanente, de amenaza mutua, esperando que no llegue a más? La caída del muro de Berlín, por un lado parece sugerir que otro camino es posible, como lo muestra la alegría que provocó, pero por otro lado, después de esa caída, han aparecido, o se han puesto más de manifiesto, otros motivos de gran preocupación, causados también por la maldad del hombre: el terrorismo fanático, la división entre ricos y pobres, la amenaza ecológica...
¿Qué respuesta ofrece nuestra fe a todo esto? Lo primero que hay que señalar es que la fe cristiana mira al hombre con realismo, no con un optimismo ingenuo, y reconoce que él ha sido creado bueno, pero que en él también están presentes las consecuencias de esa historia de pecado en la que nace y se inserta. De este pecado lo puede liberar solo Dios. Solo Dios puede redimirlo de su culpa y de las consecuencias de su maldad. Sólo Dios tiene poder para cambiar el corazón del hombre, haciéndolo capaz de salir de su egoísmo, y solo Dios puede llevar nuestra historia a su plenitud. Y esto ya ha tenido lugar en Jesucristo, hombre nuevo, verdadero Adán escatológico, vencedor del pecado de la muerte y Señor de la historia. La resurrección de Cristo, acontecimiento a la vez histórico y trascendente, es el comienzo de los ‘cielos nuevos y la tierra nueva’ que todos esperamos. En Él se cumple ya el final de la historia. Y todo esto es don, pero también tarea. Él es el fundamento de nuestra esperanza y el motor de nuestro compromiso histórico.
Esto es lo que anuncia la Iglesia y este anuncio es su razón de ser. Hoy celebramos en el calendario litúrgico de la Iglesia universal la Dedicación de la Basílica de Letrán, la Iglesia que es madre y cabeza de todas las iglesias ‘de la urbe y del orbe’, porque es la sede de la cátedra del sucesor de Pedro, desde donde se enseña esta verdad. Hoy es el día pera pensar en la Iglesia como templo de Dios, pero la Iglesia es templo de Dios porque en ella está presente el Señor resucitado, que es el verdadero templo. De Jesús, que desde su resurrección se ha vuelto Espíritu dador de vida, de su costado abierto, brota un río que renueva y da vida a todo lo que toca y que hará florecer nuestro desierto y hará resucitar el mar muerto de nuestra historia.
Los hombres colaboramos a esta acción divina con nuestro sí libre y obediente, como el de María, un sí que se hace compromiso concreto, real e histórico, a favor del hermano necesitado y en la construcción de un mundo mejor. En Madrid, hoy celebramos a María, patrona de la archidiócesis, con el título de Ntra. Sra. de la Almudena. Según la tradición, su imagen apareció al desgarrarse el frente de una torre de la muralla de la Puerta de la Vega. Ella es verdaderamente un muro que nos protege de las fuerzas del mal dentro de nosotros y en el mundo. Con ella podemos luchar contra el pecado con la firme esperanza de la victoria final.
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