Homilía 21 de noviembre 2010
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Unbiverso
Domingo XXXIV del Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)
Memoria de la Presentación de la Santísima Virgen
Ante la cruz del Señor, ante Jesús crucificado, caben, tanto ayer como hoy, distintas actitudes, como muestra el pasaje evangélico de hoy. Hay quien simplemente observa sin querer implicarse, o con indiferencia, como si la cosa no fuera con él, como la mayoría del pueblo, según San Lucas. Otros se burlan, hacen muecas, ridiculizan al crucificado porque no se ajusta a sus esquemas, a lo que ellos piensan debería ser el Mesías esperado o el Rey de los judíos. Así las autoridades y los soldados. Otro, el malhechor que comparte la misma suerte de Jesús, que sufre como Él, pero con razón, porque es culpable, se queja de que el Mesías no actúe, no cambie su suerte, no lo salve como a él le gustaría ser salvado. Pero hay uno, el otro malhechor, que tiene una actitud distinta a todos los demás. Él comparte la misma suerte que Jesús, la terrible tortura de la cruz, pero reconoce su culpa, y al mirar al que está a su lado compartiendo su dolor sin merecerlo y leer el letrero puesto encima de su cabeza, entiende que lo que está escrito es verdad: Jesús es el Rey de los judíos, el Mesías esperado, el Siervo de Dios que se carga con nuestra culpas y nos redime. El llegar a comprender esto hace surgir de lo más profundo de su ser una oración confiada en la que reconoce su culpa y pide perdón y misericordia al único que de verdad se la puede otorgar, al verdadero Rey: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Como respuesta, recibe una promesa que supera todos sus deseos: “Hoy estarás conmigo en el paraíso’. ¿Cuál es nuestra actitud ante la cruz? La cruz del Señor representada aquí en nuestras iglesias, ¿cómo la miro?; la cruz que el Señor permite en mi vida y me cuesta entender y aceptar; la cruz en la vida de los demás, y sobre todo la cruz de los pobres en la que está presente el mismo Cristo. No es tan difícil caer en esas actitudes que encontramos en el evangelio de indiferencia, rechazo, pasar de largo, burlarse...
Estatua en Swiebodzin (Polonia) |
Hoy es un día en que la liturgia de la Iglesia, al finalizar el año litúrgico, nos invita, casi como para hacer un resumen de todo lo que hemos vivido, a considerar a Jesús a la luz de dos títulos que le atribuimos y que fueron los que le llevaron a su condena a la muerte en cruz. Uno más religioso, el de ‘Mesías’, y otro más político, el de ‘Rey’. El Título de ‘Mesías’ está muy ligado a la historia del pueblo de Israel, como vemos en la primera lectura, en la que se nos narra la unción del rey David en Hebrón por los ancianos del pueblo. Esta unción, de la que deriva el término ‘‘Mesías’ en hebreo, o ‘Cristo’ en griego, indicaba la designación de alguien como rey. Cuando la historia del pueblo de Israel se complica, se va abriendo paso a través de los profetas una esperanza en una intervención salvífica de Dios, que tendría lugar a través de alguien designado directamente por Él, alguien que Él iba a ‘ungir’, por eso se habla de esperanza ‘mesiánica’. De éste que iba a enviar Dios para traer la salvación definitiva, el pueblo se imaginaba cosas distintas, una de ellas es que aunque rey no vendría como rey esplendoroso, no sería otro David o Salomón, sino que vendría más bien como un profeta humilde que sufre, como un siervo inocente, un cordero manso, que se carga con los pecados del pueblo y expía por todos. Es esta la imagen que Jesús hace suya cuando dice que ha venido ‘no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos’. Cuando los jefes judíos piden la condena de Jesús a las autoridades romanas, no tiene sentido que acusen al Señor de haberse proclamado Mesías, cosa que no entenderían los romanos, y por eso traducen el concepto y dicen que se ha proclamado rey. Rey es un concepto más amplio que el de Mesías, que vale para todos los pueblos y que los romanos podían fácilmente entender y tener así una base para la condena como subversivo. Por rey entonces entendemos aquél al que debemos sometimiento según su grado de señorío; el sometimiento será mayor y los ámbitos de obediencia más amplios según el poder que tenga sobre nosotros, llegando a veces los reyes a tener pretensiones absolutas que sólo competen a Dios. Éste es el caso cuando se promulgan leyes por una autoridad legítima pero que van contra el derecho natural o la ley de Dios y se quieren imponer por la fuerza. En esta situación, como han hecho tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, sobre todo en el siglo pasado, estamos llamados a obedecer ‘a Dios antes que a los hombres’, y una forma de decir esto es con el grito “Viva, Cristo Rey”. Es decir, el único que puede pedir un adhesión absoluta es el Señor; los demás reyes de la tierra, si son una autoridad legítima los aceptamos, respetamos y obedecemos, pero sólo en cuanto y en la medida que no vayan contra nuestra adhesión personal y absoluta al único que nos ama y ha dado la vida por nosotros y nos promete el paraíso. En palabras de Benedicto XVI, pronunciadas en una Audiencia General de los miércoles, dedicada a la figura de San Clemente Romano: "El César no lo es todo. Existe otra soberanía, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino 'de arriba': la de la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada" (ver).
Cristo Pantocrátor. Iglesia de Santa Sofía - Estambul |
En esta solemnidad de Cristo, Rey del Universo, se recomienda hacer la consagración al Sagrada Corazón de Jesús. Es una forma concreta de reconocer el Señorío de Cristo sobre nuestra vida. Señorío que tiene su fundamento en su amor misericordioso por todos nosotros, representado en su corazón abierto del que surge la vida nueva. Al consagrarnos hoy de nuevo al sagrado Corazón, lo hacemos con la actitud del ‘buen ladrón’, reconociendo nuestro pecado y pidiéndole al Señor que se acuerde de nosotros cuando venga como Rey. La consagración la hacemos con palabras de Juan Pablo II:
Señor Jesucristo, Redentor del género humano, nos dirigimos a tu Sacratísimo Corazón con humildad y confianza, con reverencia y esperanza, con profundo deseo de darte gloria, honor y alabanza.
Señor Jesucristo, Salvador del mundo, te damos las gracias por todo lo que eres y todo lo que haces.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios Vivo, te alabamos por el amor que has revelado a través de Tu Sagrado Corazón, que fue traspasado por nosotros y ha llegado a ser fuente de nuestra alegría, manantial de nuestra vida eterna.
Reunidos juntos en Tu nombre, que está por encima de todo nombre, nos consagramos a tu Sacratísimo Corazón, en el cual habita la plenitud de la verdad y la caridad.
Al consagrarnos a Ti, los fieles renovamos nuestro deseo de corresponder con amor a la rica efusión de tu misericordioso y pleno amor.
Señor Jesucristo, Rey de Amor y Príncipe de la Paz, reina en nuestros corazones y en nuestros hogares. Vence todos los poderes del maligno y llévanos a participar en la victoria de tu Sagrado Corazón.
¡Que todos proclamemos y demos gloria a Ti, al Padre y al Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén.
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