Homilía 7 de noviembre 2010
Domingo XXXII Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)
Hay un dato muy curioso, y yo diría preocupante, que sale repetidamente en las encuestas que se hacen sobre las creencias de los católicos. Parece que muchos de nosotros no creemos, o tenemos muchas dudas, acerca de la resurrección de los muertos, acerca de la vida eterna y el cielo, por no hablar de la resurrección de la carne, que es algo sin embargo que afirmamos como un verdad fundamental en el Credo. ¿Es posible tener una fe auténtica sin creer en la vida eterna? Nuestra fe, ¿es solo para esta vida? ¿Nos ayuda sólo a vivir bien esta vida? ¿No herimos de muerte nuestra fe si le quitamos la perspectiva escatológica, si nos olvidamos del premio prometido por Dios a sus fieles?
Yo creo que sí. Y no sólo yo, sino lo dice claramente el apóstol Pablo en su primera Carta a los Corintios, en el capítulo 15 donde trata el tema de la resurrección dirigiéndose a unos cristianos que también tenían mucha dificultad para creer esta verdad: “Pero si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no existe la resurrección de los muertos? Si no existe la resurrección de los muertos tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, es falsa, por tanto, nuestra predicación, y es falsa vuestra fe... Si sólo estamos esperando en Cristo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todos los hombres” (1Cor 15, 12-19).
Es verdad que nuestra fe nos ayuda a vivir bien esta vida, a ser más auténticos y compasivos, pero si no creemos en la resurrección y en la vida eterna pierde su fundamento último y se vuelve una fe débil que cuando llega la primera dificultad o persecución se derrumba, como una casa construida sobre arena. La fe muchas veces nos pide renunciar a algo, sacrificarnos por el otro, soportar las injurias, responder al mal con el bien, servir a los demás... En algunas ocasiones ser fiel al Señor exige tomar claramente partido y esto nos puede costar mucho en términos materiales, laborales, de amistades, familiares, etc. No hace falta dar ejemplos, porque todos entendemos bien de qué se trata y seguro que recordamos momentos en que nos ha pasado esto, y muchas veces, quizás por miedo, nos hemos amoldado a lo que nos pedía el mundo y no Dios.
En la primera lectura de este domingo, sacada del segundo libros de los Macabeos encontramos un ejemplo muy claro de todo esto. Los siete hermanos y la madre, obligados a elegir entre ser infieles a Dios desobedeciendo su Ley o morir, prefirieron la muerte, profesando su fe en la resurrección y en el premio de los justos. Esto ha pasado muchas veces a lo largo de la historia de la Iglesia. Sin ir más lejos, ayer celebrábamos la memoria de los mártires de España del siglo XX. Los mártires son los testigos más eminentes de la fe en la resurrección del Señor, al padecer una muerte parecida a la del Maestro con la esperanza de resucitar con Él. Nosotros probablemente no seremos llamados al martirio violento pero sí a dar un testimonio valiente de Jesús y a entregar nuestra vida día a día, uniéndonos a la cruz del Señor; esto lo hacemos por amor a Dios y a los hermanos, pero con la firme esperanza de la vida eterna.
Es importante notar como la fe en la resurrección de los muertos se va abriendo paso poco a poco en la revelación bíblica, a partir de la fe en la omnipotencia de Dios creador y en la justicia divina. Aparece con claridad sólo en los textos más recientes, como el libro de los Macabeos. Los saduceos no admitían estos libros como inspirados por Dios y no creían en la resurrección, de ahí su pregunta a Jesús en el evangelio de hoy. Partiendo de una prescripción antigua sobre la obligación de dar descendencia al hermano, intentan mostrar lo absurdo que es creer en ella. Jesús responde haciendo notar que no podemos aplicar los esquemas de la vida presente a la vida futura y que en Sagrada Escritura, precisamente en la parte que sí aceptan los saduceos como inspirada, Dios habla de sí mismo como el Dios de los patriarcas y, al nombrarlos por su nombre, se está afirmando implícitamente que están vivos, según la forma de interpretar el texto que tenían los mismos saduceos. Pero lo más importante de la respuesta del Señor es su afirmación clara de la realidad de la resurrección y el hacer notar el error de los saduceos, que se basa en no conocer las Escrituras ni el poder de Dios. El poder de Dios es lo que fundamenta nuestra fe en la resurrección. Como sugiere el apóstol Pablo ‘el Dios que ha creado de la nada también es capaz de dar vida a los muertos’.
Un leader carismático católico muy conocido hacía notar hace dos años que la mentalidad que nos rodea, marcada por el secularismo, el materialismo, el hedonismo, nos ha ‘quitado el cielo’. “Nos han quitado el cielo”, gritaba en la Plaza de Colón de Madrid en una celebración Por la Familia cristiana. Y es verdad. Nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna se ha debilitado y eso lleva a que se debilite todo el edificio de nuestra fe y nuestro compromiso cristiano. Es nuestro deber renovar nuestra fe, ya que nosotros sí conocemos la potencia de Dios. En la Eucaristía que celebramos, porque Dios es Dios, es capaz de darnos a comer su cuerpo en el estado glorioso de resucitado, y esto es prenda y anticipo de nuestra resurrección.
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