Homilía 24-25 de diciembre 2010
Natividad del Señor
Adoración del Niño Fra Angélico |
¡Qué fácil es, hermanos, dejarnos llevar por la tristeza, por la desesperanza, la desilusión! Con frecuencia puede con nosotros el tedio, la cotidianidad, y llegamos a ver nuestra vida como vacía, plana, sin profundidad, sin nada que le dé un sentido pleno que trascienda lo ordinario, que a veces es tan gris y con una buena carga de sufrimiento. A esto nos empuja también el secularismo de la sociedad en la que vivimos, en la que hay un eclipse de Dios y se niega su existencia, o se ‘pasa’ totalmente de Él, diciendo que no se puede saber con certeza si Dios existe y que caben distintas opiniones y hay que respetarlas todas. Otras veces, el secularismo se vuelve más beligerante e intenta imponer su forma de ver a todos como la única válida, como si fuera una nueva religión a la que todos nos debemos adherir; de este modo, se quitan crucifijos, nacimientos y otros signos religiosos de lugares públicos, porque podrían ser ofensivos para los que profesan una religión distinta se dice, pero la verdad es que no encajan con la nueva religión de Estado que se quiere válida para todos. No es difícil que todo esto nos lleve a los cristianos a olvidar el significado profundo de la Navidad y a vivirla sólo exteriormente, como hacen ‘todos’, pero sin tener en cuenta su sentido, sentido que es el da sentido y valor también a nuestra vida. Navidad es una fiesta para volver a hacernos niños, para renacer de lo alto, para permitirnos asombrarnos con la sabiduría, fuerza y humildad de un Dios que se hace débil y necesitado de cuidados, para sacudirnos la vergüenza y la falsa prudencia y caer de rodillas y adorar al Niño-Dios, para recibir con la sencillez de los pastores, de María y de José, la buena noticia de la salvación.
San Juan recostado sobre el pecho de Jesús |
Es iluminador para nuestra comprensión de Jesús y de la fiesta que celebramos hoy, considerar como en los escritos del Nuevo Testamento aparece con mucha claridad una progresión en el desvelamiento del misterio de Jesús. La pregunta que Jesús hizo a sus discípulos, “¿Y vosotros quién decís que soy yo’?”, pregunta que conserva toda su actualidad también para nosotros, es la que guía la elaboración del pensamiento de los primeros cristianos y que pusieron después por escrito. Los discípulos habían convivido con Él, habían escuchado sus enseñanzas expuestas con una autoridad distinta a la de los escribas y fariseos, habían vistos sus milagros y sobre todo presenciado el escándalo de la cruz. Aunque la cruz después fuera un momento de gran oscuridad, algo de él los había fascinado antes, y habían decido seguirlo dejando su vida cotidiana; quizás habían llegado en un momento dado a pensar que era el Mesías prometido por Dios a Israel. Quizás habían incluso llegado más lejos y habían intuido que el Jesús con el que convivían estaba unido de una forma muy íntima al misterio mismo de Dios. La resurrección fue el gran acontecimiento que marcó un antes y un después en la reflexión de los primeros cristianos sobre la persona y misión de Jesús. Los primeros escritos del Nuevo Testamento, como los de San Pablo, hacen especial hincapié en el acontecimiento de la resurrección: ‘Dios ha resucitado a Jesús y lo ha sido constituido Señor’. Pero después la reflexión continúa y se va yendo hacia atrás en su vida; Marcos señala el bautismo en el Jordán de manos de Juan como un momento particularmente significativo para comprender la persona de Jesús; Mateo y Lucas van aún más atrás y hablan de la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo. Pero es el evangelista Juan el va más atrás de todos, superando incluso la perspectiva temporal, situándose dentro del misterio mismo de Dios antes de la creación del mundo. Y dice que Dios es uno, pero Dios no estaba sólo, en Él existía la Palabra, que estaba junto a Dios, y era Dios. Es esta Palabra, el Verbo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hace carne, se humaniza, asume una naturaleza como la nuestra de las entrañas purísimas de María. Afirma el evangelista en esa frase tan importante de su prólogo: “Y las Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y vimos su esplendor, un esplendor como de Hijo único que procede del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Tienen tanta fuerza estas palabras del prólogo del cuarto evangelio que se usan en los exorcismos. Si Dios se ha hecho hombre, deben huir los demonios y los temores, la vida de todo hombre ya está unida para siempre a la de Dios.
Y aquí llegamos ya al significado de esta fiesta para nosotros hoy, más de 2000 años después del nacimiento de Jesús, pero que aún estamos en ese ‘hoy’ eterno de la liturgia: ‘Hoy nos ha nacido el salvador’, nos anuncia ese mensajero cuyos pies sobre los montes son tan hermosos, como dice la primera lectura. ¿Qué significa que Dios se ha hecho hombre para ti, para mí? ¿Qué es lo que cambia en mi vida y la tuya? También esto lo aclara el prólogo del evangelio de Juan: “Pero a cuantos lo aceptaron, a los que creen en su nombre les dio poder de ser hijos de Dios”. A los que creemos en la encarnación del Hijo de Dios se nos da la posibilidad de ser hijos de Dios. Estas palabras pueden llegar a cambiar nuestra vida cuando encuentran nuestros oídos abiertos y nos damos cuenta de lo que impliquen y el regalo que se nos ofrece. Pero pueden también llegarnos en un momento en que nos sentimos fríos, alejados, esclavos más que hijos, incluso quizás indignos, habiendo roto nuestra relación con Dios, y como el hijo pródigo de la parábola, peleando con los cerdos por la comida, pero sin capacidad de levantarnos e ir hacia al Padre, quizás con miedo a como nos recibiría. Sin embargo, para todos nosotros hoy, justos y pecadores, jóvenes y viejos, sin excluir a nadie, valen esas palabras que el autor de la Carta a los Hebreos, en la segunda lectura, aplica a Jesús: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado” “Yo seré para él un padre y el será para mí hijo”. Estas palabras se refieren en primer lugar a Jesús, pero también a nosotros, porque Él es el primogénito, el primero entre muchos hermanos, y esto gracias a su encarnación, a la fiesta que hoy celebramos.
En un famoso sermón del Papa León Magno sobre la Natividad del Señor que se lee hoy en el Oficio, se dice: “Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro”.
Hermanos, hagámonos hoy, cualquiera que sea nuestra edad, otra vez niños ante el Niño-Dios, para renacer de nuevo como hijos de Dios. Miremos nuestra vida con los ojos de la fe, como una vida que está unida a Dios, desde que Dios quiso hacerse hombre, una vida llena de valor y de sentido, también en sus cosas más ordinarias, porque Dios ha querido vivir una vida parecida.
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