lunes, 26 de diciembre de 2011

El gran milagro de la encarnación

Homilía 24-25 de diciembre 2011
Solemnidad de la Natividad del Señor 

Virgen de Loreto (o de los Peregrinos)
Caravaggio 1604-1605
Iglesia de San Agustín (Roma)
                Chesterton fue un escritor inglés de comienzos del siglo XX, convertido al catolicismo en 1922, conocido por ser el creador del personaje del Padre Brown, pero sobre todo por sus frases de mucho efecto, con las que expresaba su opinión no sin cierto humor, polemizando contra el racionalismo, el cientificismo y la crueldad del capitalismo de su tiempo. Una de sus célebres frases se refiere a los milagros y reza: Lo más increíble de los milagros es que ocurren”. C. S. Lewis es otro escritor de habla inglesa de mediados del siglo pasado, originario de Irlanda, conocido por las Crónicas de Narnia y las Cartas del diablo a su sobrino. Lewis se convirtió del agnosticismo al anglicanismo, gracias también a la influencia de algunas personas cercanas como Tolkien. No llegó a hacerse católico como hubiesen querido sus amigos, sin embargo las opiniones que expresa en sus obras son muy cercanas a la doctrina de la Iglesia de Roma. Entre estas obras hay una que trata de los milagros en la que sostiene la tesis de que el milagro fundamental del cristianismo, el ‘gran’ milagro, es la encarnación de Dios, el Verbo que se hace hombre. Todos los demás milagros están en función de él: o lo preparan o son su consecuencia.

                Sin embargo, en su tratado sobre los milagros, Lewis, antes de afirmar esto, considera necesario aclarar  conceptos como ‘milagro’, ‘naturalismo’, ‘supernaturalismo’, ‘naturaleza’... Ya que aceptar o no la posibilidad de que ocurran milagros no es cuestión de pruebas científicas, sino de presupuestos filosóficos que se tienen y que muchas veces son implícitos y no se reconocen. Así, una persona de mentalidad radicalmente racionalista, niega ya de partida la posibilidad de que ocurran milagros, de que un poder superior y distinto a la naturaleza intervenga en ella. Esta persona no examinará con objetividad la evidencia a favor de un determinado milagro, por abrumadora que sea, sino que ya excluye de antemano que haya podido tener lugar. Es de notar, en contra de lo que muchos piensan, que entre los que excluyen la posibilidad de los milagros no están sólo los no creyentes, sino también  muchos creyentes y, con frecuencia, los que se consideran más cultos.  

                Todo esto tiene que ver mucho con lo que celebramos hoy: el gran milagro de la encarnación del Hijo de Dios. Los cristianos creemos que un momento concreto de la historia del hombre sobre la tierra, en la ‘plenitud de los tiempos’ para Dios, hace algo más de dos mil años, Dios se hizo hombre, tomó carne en el seno de la Virgen María y se hizo uno de nosotros, ‘pasando por uno de tantos’. Vivió una vida en todo igual a la nuestra, quizás más humilde y más pobre, con la única diferencia que siempre fue obediente a la voluntad del Padre, nunca dijo que no ni se echó a atrás; ‘obediente hasta la muerte y la muerte de cruz’, se afirma de Él en la Carta a los Filipenses. Esto realmente es un gran milagro. Si verdaderamente nos paráramos a considerar lo que significa, y lo hiciéramos con frescura, no como algo que tenemos asumido y que creemos saber porque lo hemos oído muchas veces, sino como algo que escucháramos por primera vez, como una buena noticia que hoy nos llega, quedaríamos asombrados y confundidos, pasmados y extasiados, ‘flipado’ como diría quizás un joven. Dios, que nosotros imaginamos como lo más grande que se puede pensar, el eterno, el que no tiene tiempo, el infinito, el omnipotente, el trascendente, el ‘totalmente otro’ de los místicos, se hace uno de nosotros. 

Lugar del nacimiento de Jesus en la Basílica de
la Natividad de Belén: "Hic Verbum caro factum est." 
Pero para creerlo, aceptarlo y asimilarlo, para que dé en nosotros frutos de salvación, tenemos que dejar atrás la mentalidad racionalista autosuficiente y soberbia, que piensa no necesitar a Dios, que cree poder prescindir de Él tanto en la ciencia como en la vida. Esa mentalidad que pone límites a lo que Dios puede hacer, que se jacta de conocer las leyes del mundo y se ríe de los que califica como ignorantes y sencillos que creen en un Dios que interviene en la historia humana. Para reconocer este milagro del Dios que se hace hombre tenemos que purificar nuestros presupuestos filosóficos y aprender la sabiduría de la cruz que es más sabia que la ciencia de los hombres. Tenemos que hacernos como niños y como aquellos sencillos a los que Dios revela sus secretos mientras los esconde a los soberbios y arrogantes. 

Las lecturas de las misas de Navidad quieren ayudarnos a ello. Nos presentan a María y a los pastores como aquellos que acogen la Buena Nueva de la salvación, del ‘Niño que nos ha sido dado’. Ellos que no tienen prejuicios racionalistas, que no son como los sabios según el mundo que se quedan en Jerusalén, ni como los poderosos que temen lo que amenaza su poder, sino son como los ‘pobres de espíritu’ de los que hablan la bienaventuranzas, son los que son capaces de recibir la buena noticia de un Dios que se hace niño. Porque son limpios de corazón pueden reconocer en ese Niño ‘envuelto en pañales y acostado en un pesebre’ al Mesías, al Señor. 

Que Dios se haya encarnado, se haya hecho hombre en Jesús de Nazaret, viviendo una vida como la nuestra, tiene muchas implicaciones para nosotros. Es verdaderamente una Buena Noticia. Entre otras cosas la encarnación del Hijo de Dios significa que no estamos solos en un cosmos inhóspito y gélido en el que todo es fruto del azar. Significa que nuestra vida tiene sentido porque Dios la ha vivido. Significa también que puedo vivir el sufrimiento y el dolor sintiendo que Dios me comprende y está a mi lado. 

¡Escuchemos otra vez sin prejuicios racionalistas, con la sencillez y humildad de los pastores y de María, como si estuviéramos ante ese mensajero que anuncia la Buena Nueva, esas palabras solemnísimas del prólogo del evangelio de san Juan. Unas palabras que son tan importantes que se leían en todas la misas y se ponían sobre el altar, palabras que se utilizan también en los exorcismos porque ahuyentan a los demonios, los de fuera y los de dentro! ¡Qué el Señor nos ayude a guardarlas en nuestro corazón como María y a entenderlas cada día mejor para que puedan dar mucho fruto en nuestra vida! 

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,

y hemos contemplado su gloria:

gloria como del Unigénito del Padre,

lleno de gracia y de verdad.”

(Jn 1, 14)

martes, 20 de diciembre de 2011

La vocación de María y la nuestra


Homilía 18 de diciembre 2011
IV Domingo de Adviento (ciclo B)

                En el lenguaje de la Iglesia hablamos con frecuencia de vocación. Entendemos con este término una llamada que una persona siente a desempeñar una cierto cometido en la Iglesia o en la sociedad. Solemos pensar que se aplica sobre todo a los sacerdotes y a las personas consagradas. En un determinado momento de sus vidas, a veces cuando eran muy jóvenes, quizás niños, otras veces ya mayores, estas personas sintieron lo que ellos interpretaron como una llamada especial de Dios a dejar otras cosas y dedicarse enteramente al Señor y su causa. Cuando cuentan su historia constatamos que hay diferencias en los modos en que se han sentido llamados: a veces han percibido la voz de Dios casi directamente, en su interior, una voz que les pedía un cambio radical en sus vidas; otras veces su vocación surgió por medio de personas cercanas que sugirieron con su palabra o ejemplo un camino nuevo; y otras veces fueron los mismos acontecimientos los que condujeron a un determinado desenlace. En cualquier caso, la persona que se siente llamada tiene que someterse a un proceso meticuloso de discernimiento para comprobar que se trata de una vocación real y no de un ‘espejismo vocacional’, usando un término de un conocido padre espiritual jesuita. En estas cosas es fácil auto-engañarse y tomar por vocación lo que es producto de nuestro vacío interior, de nuestra sed de ser importantes, de hacer algo significativo con nuestras vidas, de sentirnos miembros de un determinado grupo, de nuestro narcisismo enmascarado de altruismo.
                Uno de los criterios más importante para discernir la autenticidad de una vocación es compararla con las vocaciones que encontramos en la Sagrada Escritura. En ella se nos narra, por ejemplo, la vocación de Abrahán, de Moisés, de Isaías, de Jeremías, y en el Nuevo Testamento la de los apóstoles, entre otras. Aunque son distintas unas de otras hay algunos rasgos comunes que se dan en toda auténtica vocación. Por un lado, está la iniciativa y elección de Dios, elección que tiene lugar desde siempre. Jeremías oye a Dios que le dice: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jer 1, 5). La llamada es una llamada personal, no genérica: Dios llama por nombre. La persona que es llamada invariablemente se siente inadecuada, incapaz, pecadora, y a veces intenta huir o escabullirse. Pero Dios ratifica su llamada garantizando su asistencia y haciendo a la persona capaz de llevar a cabo la misión que se le encomienda, ya que Dios siempre llama para algo. Con frecuencia el Señor ofrece un signo de credibilidad de su llamada y la persona intenta también entender mejor su vocación a veces preguntando directamente acerca de ella. Pero Dios aguarda siempre la respuesta libre del hombre. La vocación es misterio de elección y de libertad humana; es don y tarea como decía el beato Juan Pablo II. El hombre es invitado a responder a Dios que llama con fe y obediencia,  a caminar en una vida nueva hacia un futuro incierto confiando sólo en el Señor que le ha llamado.
Anunciación - Rupnik (Centro Aletti)
Capilla de la 'Fraternidad San Carlo' (Roma)
                Todos estos rasgos se dan también en la vocación de María que hoy la Iglesia nos presenta en el evangelio de este domingo. Ya hemos escuchado este relato de la Anunciación en la fiesta de la Inmaculada Concepción. En aquella ocasión nos centrábamos en las palabras de saludo del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Estas palabras del arcángel Gabriel hacen también de marco a la vocación de María. A ella se dirige el mensajero celeste llamándola, casi como si fuera su nombre propio, ‘llena de gracia’. Como en toda vocación hay una elección, en este caso realmente excelsa, y una misión, también única de María, la de ser madre del Salvador. También como en toda vocación María no se siente adecuada, pide aclaración, quiere entender mejor su misión. En ángel explica cómo sucederá lo inimaginable: Dios, para quien nada es imposible, intervendrá con su poder creador, en un acto comparable sólo con la creación del mundo de la nada y la resurrección de Cristo del sepulcro y fecundará el seno virginal de María. El ángel también ofrece un signo de credibilidad de su mensaje indicando el embarazo de la estéril pariente Isabel. Y como en toda vocación, Dios aguarda la respuesta libre de su criatura, el sí de María, y ella pronuncia su fiat. Dios le ha asegurado su asistencia - — “el Señor está contigo”, le dijo el ángel — y ella emprende una vida nueva que la separará del resto de las personas, una vida marcada  totalmente por su misión, una vida vivida en función de su Hijo al que dedicará todo su tiempo, todo su ser. María no sabe bien en ese momento lo que implica el sí que ha dicho al Señor, confía en que la hará capaz de llevar a cabo lo que le pide. La respuesta de la criatura a la llamada y a la voluntad de Dios produce siempre alegría, aunque puede que se dé plenamente sólo después de un largo recorrido. María cantará su alegría en casa de su prima Isabel.
                Nosotros hablamos de María como modelo de todo creyente y la Iglesia desde sus comienzos ha entendido la condición cristiana como ‘vocación’ y ha utilizado este lenguaje para hablar de ella. De hecho, enseña que dentro de la comunidad de los creyentes hay distintos ministerios y servicios, pero una llamada fundamental que vale para todos y es a ser cristianos, discípulos de Jesús. Por eso es inapropiado utilizar la palabra vocación sólo para los sacerdotes o consagrados. Es verdad que hay algunos que se sienten llamados, dentro de su llamada fundamental a ser cristianos, a serlo de un modo más exclusivo. Pero esto, parafraseando a la Madre Teresa de Calcuta, es una ‘llamada dentro de la llamada’. Creo que en estos tiempos de secularización y de nueva evangelización, estamos invitados todos a volver a descubrir nuestra condición de cristianos como una vocación, en la que se dan todos los rasgos de cualquier vocación que encontramos en la historia de la salvación narrada en la Biblia. Somos elegidos, asistidos por Dios, llamados por nombre, con una misión a desempeñar, separados de los demás, hechos capaces por Él para llevarla a cabo, etc.
                Pidamos a Dios por medio de la intercesión de la Virgen Madre que sintamos y vivamos nuestra vida cristiana como una respuesta generosa a una llamada personal de Dios que nos ha elegido desde siempre para ser ‘santos e inmaculados ante Él por el amor’ (cf. Ef 1, 4).


(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro La buena noticia del matrimonio y la familia y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)

sábado, 17 de diciembre de 2011

Estar donde Dios quiere que estemos

Homilía 11 de diciembre 2011
III Domingo de Adviento (ciclo B)

                El jueves vi una película que no me pareció muy buena y que, sin embargo, ganó en 2010 el León de Oro en el Festival de Venecia a la mejor película. Es verdad que la directora, Sofía Coppola, es muy conocida no sólo por su padre Francis Ford Coppola, sino también porque ha rodado películas buenas en el pasado, entre ellas una excepcional como Lost in Translation. La película que vi el jueves se titula Somewhere, ‘En algún lugar’ sería la traducción del título en castellano. Trata de un hombre, un actor de cine de mucho éxito, con una vida llena de excesos, que vive en un hotel muy conocido de Hollywood y conduce un Ferrari. A causa de la relación con su hija, fruto de un matrimonio fracasado, empieza a enfrentarse con la realidad y a preguntarse dónde se encuentra en su vida, quién es él y hacia dónde va, y estas preguntas sin respuesta hacen que se derrumbe entre lágrimas.
                Todos compartimos con mayor o menor intensidad estas preguntas que en algún momento de nuestra vida nos asaltan y para que las que muchas veces no tenemos una respuesta clara: ¿Quién soy? ¿En qué lugar me encuentro de mi vida?  ¿Qué estoy haciendo de ella? ¿Qué camino debo tomar? Muchos psicólogos pensamos que este tipo de interrogantes está relacionado con la mitad de la vida y con lo que se ha venido a llamar la ‘crisis de los 40’, que es una crisis de sentido.
                Esta pregunta es también la que le hacen los sacerdotes y levitas enviados por los judíos desde Jerusalén a Juan el Bautista: ¿Tú quién eres? Juan contesta sabiendo muy bien quién es. No se deja encasillar en los estereotipos, en los esquemas mentales de los que le hacían la pregunta: no es ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Juan conoce la voluntad de Dios sobre él, su misión en la vida, sabe el lugar que Dios le ha asignado. Probablemente lo ha descubierto en la soledad del desierto y a través de la oración, leyendo los libros sagrados. Por eso responde a los enviados citando un texto del profeta Isaías que indica lo que él es: “Yo soy la voz que grita en el desierto. Allanad el camino del Señor”.       
También Jesús en cuanto hombre va descubriendo y profundizando en su vocación a través de la oración y de la lectura de la Sagrada Escritura del pueblo de Israel. Seguramente meditó muchas veces ese texto del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”. El Señor entendió que este texto se refería a él y que describía su misión. Por eso en Nazaret, su pueblo, al comienzo de su vida pública, un sábado entra en la sinagoga y se hace entregar el volumen del profeta Isaías, lee este texto y dice que en ese momento se cumplía lo que estaba escrito. Él era el ungido por el Espíritu del que habla el profeta, el que tiene el Espíritu del Señor y es enviado a anunciar la buena noticia a los que sufren.
Cuando la preguntas sobre ‘¿quién soy?’, ¿en qué lugar me encuentro? ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿hacia dónde tengo que ir? nos asaltan e inquietan, los cristianos debemos enfrentarnos a ellas como hicieron san Juan Bautista y Jesús. No basta contestar con criterios mundanos, que hacen referencia a lo material, a la profesión, a lo que poseemos, a los títulos académicos que tenemos, al prestigio social, al poder que podemos ejercer... Somos mucho más que esto. Los cristianos tenemos que ver y juzgar nuestra vida y entenderla a partir de Dios. Para Dios, lo que es un fracaso puede ser una victoria y viceversa. Para Dios lo importante es que cumplamos su voluntad y que estemos en el sitio que Él nos ha asignado, que puede ser distinto del que nos gustaría cuando nos dejamos guiar por estereotipos y expectativas de los demás. Puede también que implique saber cargar con la cruz de cada día. Pero este es nuestro lugar en que encontraremos la paz y la alegría verdadera que buscamos.

 
De hecho, la alegría, a la que nos invita este tercer domingo de Adviento, el domingo Gaudete, no es mundana, no viene del mundo, de que nos vayan bien las cosas según sus esquemas y criterios. Es una alegría cuya fuente es Dios y deriva de estar en paz con Él, cumpliendo su voluntad y estando donde Él quiere que estemos. Es una alegría que nace de saberse hijos muy amados de Dios que están en su casa y reconocen esta gracia, a diferencia del hermano de la parábola del Padre misericordioso que tiene envidia del menor. Sería bueno que de vez en cuando hiciéramos los cristianos el propósito de estar alegres, prometiéndoselo al Señor, para no dejarnos vencer por la tristeza del mundo que tanto nos asecha. Me contaron hace tiempo que el conocido obispo Helder Cámara hacía en este domingo de Adviento y en el domingo Laetare de Cuaresma el voto de estar siempre alegre.
San Juan Bautista - Caravaggio 1599-1600
Roma, Musei Capitolini
Es verdad que a veces es difícil encontrar la propia vocación, lo que Dios quiere para nuestra vida, su voluntad, el sitio que nos tiene asignado en el mundo y en su plan de salvación. San Juan Bautista y Jesús lo fueron descubriendo a través de la soledad y el silencio, la oración intensa y la lectura de los textos sagrados del pueblo elegido. Éste es el camino también para nosotros. Los Ejercicios de San Ignacio de Loyola, por ejemplo, son quizás el mejor instrumento que ofrece la tradición de la Iglesia para discernir la voluntad de Dios, lo que Dios quiere de nosotros y así enderezar nuestra vida. Se hacen en silencio, meditando la Palabra de Dios y los misterios de la vida del Señor y con tempos intensos y repetidos de oración. Quizás nosotros no podamos dedicar todo un mes a hacer estos Ejercicios, pero sí podemos encontrar la forma de separarnos de los que nos distrae, de orar intensamente al Padre para que nos ilumine y de leer la Escritura. Si hacemos esto, poco a poco empezaremos a oír la voz de Dios que habla en el silencio y a discernir su voluntad. Por eso, también en Adviento se habla tanto de desierto. Juan bautizaba en el desierto y era la ‘voz que grita en el desierto’. Para oírla, había que desplazarse de la comodidad y seguridad que daba estar en Jerusalén, lo que no quisieron hacer los judíos que enviaron emisarios para interrogar al Bautista.
                En el evangelio de Juan, el Bautista es presentado como ‘testigo de la luz’. Él tiene que señalar a Uno que no conocen pero que está en medio de ellos, que viene detrás de él, pero que existe desde antes, y que tiene una dignidad tal que Juan no es digno de hacer con Él ni lo que hacen los esclavos con sus amos, desatar sus sandalias. Cuesta entender que haya alguien tan grande, que sea la misma luz, con una dignidad enorme, que está en medio de nosotros pero que no lo conocemos. De ahí la necesidad y la función de los testigos: señalar a Dios presente. Ésta también es una tarea que tenemos los cristianos en un mundo como el nuestro donde parece haber una eclipse de Dios. Pero Dios está presente aunque no percibamos su presencia y lleva adelante su plan de salvación y nosotros somos testigos e instrumentos de ello. Una forma de ser testigos de la presencia de Dios en el mundo y de su victoria sobre el mal es a través de la alegría cristiana, alegría que nace de estar en paz con Dios.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La Inmaculada Concepción y Caravaggio: pisar la serpiente con la ayuda de Jesús

Homilía 8 de diciembre 2011
Reflexione teológicas a partir de algunas obras de Caravaggio (3)
Virgen de los Palafrenieri (o de la serpiente)
Caravaggio, 1606 (Galleria Borghese, Roma)
                Muchas veces el arte nos ayuda a profundizar en alguna verdad de nuestra fe y a entenderla — en la medida en que esto es posible para nosotros — no sólo con la razón, sino también con el corazón, haciendo que resuene todo nuestro ser. Así es, por ejemplo, con la música. Me contaba hace tiempo una amiga que su hermano se convirtió al cristianismo escuchando el Mesías de Händel. Al hablar de esta relación entre fe y arte, es frecuente oír citar una célebre frase de la obra El Idiota de Dostoievski: “la belleza salvará al mundo”. También la pintura es una forma de expresar, profundizar y transmitir las verdades de la fe. En situaciones de analfabetismo las pinturas en las Iglesias han servido para evangelizar y catequizar a las personas, y lo ha hecho de una forma muy eficaz.
                En relación con la fiesta de la Inmaculada Concepción, hay una obra de arte fascinante que nos ayuda a entender mejor y con el corazón la verdad de que María fue concebida libre de pecado original, una verdad que fue definida como dogma en 1854 por el Papa Pio IX. La obra a la que me refiero es un cuadro de Caravaggio titulado la Virgen de los Palafrenieri (o Palafreneros, en castellano), o también Virgen de la serpiente. La obra representa a santa Ana, María y el Niño mirando al mismo tiempo hacia una serpiente. Es una ‘instantánea’ de vida familiar, algo muy original de Caravaggio, como ya hemos comentado en relación con la Vocación de San Mateo. Santa Ana, la madre de la Virgen María según los evangelios apócrifos, está pintada como una mujer ya mayor y curtida, pero muy digna, con ropa oscura, quizás de gitana, que se va difuminando en la oscuridad de la habitación. Lleva, sin embargo, una tela blanca a modo de faja que destaca, cuyos pliegues parecen de mármol. Para la Virgen María Caravaggio utilizó atrevidamente una modelo con la que ya había trabajado anteriormente cuando pintó la Virgen de Loreto, Lena, conocida en Roma y por la que había tenido problemas con la justicia por herir con una espada en la plaza Navona a otro hombre que la pretendía. La Virgen, vestida con ropa de lavandera, iluminada lateralmente por una luz cálida, sujeta con ternura a su hijo, totalmente desnudo, un niño hermoso con pelos rubios rizados. La obra había sido encargada al pintor para ser colocada encima del altar que la Cofradía de los Palafernieri tenía en la Basílica de san Pedro. Con la restructuración que se quería llevar a cabo de la Iglesia más importante de la cristiandad, la capilla que se le había asignado a esta Cofradía en sustitución de la que tenían que iba a ser derruida, era una que quedaba en el transepto derecho. El cuadro de Caravaggio, según consta de los documentos, sí llegó a colgarse encima de este altar, pero por muy poco tiempo. Quizás creó escándalo, quizás alguno reconoció a la modelo Lena, quizás algún cardenal lo quería para sí, como después de hecho ocurrió, terminado la obra en la colección privada del cardenal Scipione Borghese. Cuesta entender que este encargo, que era el más importante que recibiría Caravaggio, la obra de su vida, al ofrecérle la oportunidad de tener un cuadro suyo en la mismísima basílica vaticana, sueño de todo artista que trabajaba en Roma, lo llevara a cabo de forma tan irresponsable. De hecho, ésta fue la última obra que pintó en Roma.

Detalle de santa Ana

                El mensaje teológico de esta maravillosa obra se vehicula sobre todo a través de la presencia humilde de santa Ana y del foco visual del lienzo que es la serpiente aplastada. Santa Ana está representada no sólo porque era la patrona de la Cofradía de los Palafrenieri que encargaron la obra, sino también porque hace referencia al misterio de la Inmaculada Concepción de María al ser la madre de la Virgen. Es verdad que quizás Caravaggio al pintar a la santa tenía presente la leyenda de que María fue concebida por medio de un beso que se dieron Ana y Joaquín delante de la puerta dorada. Pero más significativo que esto es que la presencia de santa Ana señala la verdad creída por el pueblo de Dios de que María desde el primer momento de su existencia era sin pecado. La Inmaculada Concepción no implica para nada una concepción virginal de María. Lo que implica es lo que estrictamente se dice en la definición del dogma:
...Para honra de la Santísima Trinidad, para la alegría de la Iglesia católica, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra: Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de dudar en su corazón lo que por Nos ha sido definido, sepa y entienda que su propio juicio lo condena, que su fe ha naufragado y que ha caído de la unidad de la Iglesia y que si además osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho.
(Pio IX, Bula “Ineffabilis Deus", 8 de diciembre 1854)
Detalle del rostro de María
Esta verdad de la Inmaculada Concepción de María, aunque fue definida como dogma en 1854, era creída por el pueblo cristiano desde antiguo como lo testimonian muchos escritos, obras de artes y celebraciones litúrgicas que se basan en ella. Fueron los teólogos, más que el pueblo llano, los que tuvieron reticencias a la hora de admitir esta verdad, ya que consideraban incompatible sostenerla junto con la universalidad del pecado original y la necesidad de la redención de Cristo. Fue la escuela franciscana la que la defendió con el famoso argumento de Duns Scoto: Dios podía, era conveniente, por tanto lo hizo (potuit, decuit, ergo fecit). Y Dios lo hizo anticipando en ella los frutos de la redención obtenida por Cristo para todos en la cruz. María, por tanto, participa también de la obra redentora de su Hijo, pero lo hace anticipadamente y de forma más plena.
Detalle de María y Jesús
pisando la serpiente
De todos modos, en la obra de Caravaggio La Virgen de los Palafrenieri lo que está más relacionado con la Inmaculada Concepción de María es la serpiente que ella aplasta. Esta imagen hace referencia a un texto muy conocido y discutido del Libro del Génesis que se ha venido a llamar el Protoevangelio, porque contiene una promesa de salvación justo después de que se cometiera el pecado original. Hablado Dios a la serpiente que tentó a Eva dice:
“Pongo hostilidad entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y su descendencia:
esta te aplastará la cabeza
cuando tú la hieras en el talón.” (Gn 3, 15)

                Este pasaje que habla de la victoria de la mujer y su descendencia sobre la serpiente es para los cristianos un claro anuncio de lo que tiene lugar en Jesucristo y María, de ahí que reciba el nombre de protoevangelio. Sin embargo, si vamos a los detalles, este texto ha sido causa de muchas disputas que surgen de su traducción al griego y al latín. El foco de la discusión es el pronombre en la frase “esta te aplastará la cabeza”. En el original hebreo se utiliza un pronombre (הוּא) que hace referencia a la descendencia de la mujer en sentido general, es decir, que sería toda la descendencia de la mujer, no un individuo concreto, que vencería a la serpiente. Sin embargo, en la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada de los LXX, anterior al Nuevo Testamento y que siempre ha gozado de mucha autoridad en la Iglesia antigua, se usa un pronombre masculino (αυτός) que hay que interpretar en sentido individual: “él te aplastará la cabeza”. En este caso, es un individuo concreto dentro de la descendencia de la mujer la que aplastará la serpiente. Esto lleva a una interpretación predominantemente mesiánica y cristológica de este pasaje del Génesis en el contexto cristiano: haría referencia velada a Jesús que vence a Satanás. La implicación de María no está excluida, pero no es directa. Ni decir tiene que ésta es la lectura que se prefiere en el ámbito protestante. La traducción de la Biblia al latín llevada a cabo por san Jerónimo, la Vulgata, de muchísima autoridad y uso en la Iglesia Católica y declarada sin error por el Concilio de Trento, usa en cambio el pronombre femenino ella (ipsa). Esto posibilita una lectura plenamente mariológica del protoevangelio: sería María la que vence las fuerzas del mal.
Detalle de
los pies de
María y Jesús
                Esta controversia de si era Jesús o María quien aplasta la cabeza de la serpiente primordial, de si tenían rezón los católicos al insistir en el papel de María en la redención de la humanidad, o los protestantes en resaltar la unicidad de Cristo, estaba muy presente cuando Caravaggio en 1606 pintó la Virgen de la serpiente. Tanto es así que el Papa Pio V en 1569 promulga la Bula Consueverunt Romani Pontifices, conocida por su doctrina sobre el rezo del Rosario, estableciendo que era María la que aplastó la serpiente con la ayuda de Jesús. Y esto también es lo que pinta Caravaggio en su magnífica obra: María aplasta la serpiente con su pie, pero con la ayuda del piececito del Niño Jesús.
                Hoy nosotros diríamos que es el piececito de Jesús el que cuenta de verdad, el que vence al demonio. El piececito de ese niño que parece echarse para atrás asustado por la serpiente buscando la seguridad de los brazos de su madre. Es Él el único  vencedor del pecado y de Satanás. Pero María es la primera que participa plenamente de esa victoria, y participa anticipadamente de ella, para darlo a luz en su seno purísimo, para estar al lado de su Hijo en su lucha y acompañarlo por el camino de la cruz y para estar al lado después de todos los que hacemos nuestra la victoria del Señor y formamos parte de su descendencia y la tenemos por madre. Como María, también nosotros podemos pisar la serpiente con la ayuda del piececito de Jesús.

                La demás lecturas que la Iglesia ofrece en la Misa de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción permiten profundizar en nuestra participación en la victoria de la descendencia de María. La segunda lectura nos habla del misterio de la elección. Todos hemos sido ‘elegidos, dice san Pablo, en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e inmaculados (άμωμος) ante él por el amor’. Esto que vale de un modo muy especial para María vale también para nosotros. Y vivir la llamada a la santidad, a la perfección del amor, es posible gracias a la ayuda del Señor, a su victoria sobre el mal, a su piececito que nos da fuerza para aplastar a la serpiente. En el evangelio de la Anunciación encontramos ese saludo tan solemne del ángel: “Alégrate, llena de gracia.” De este saludo deriva nuestro rezo del Ave María, como también aquellas palabras con las que solemos empezar nuestras confesiones en España: Ave María Purísima. Este sacramento, celebrado regularmente, tiene sentido como etapas sucesivas  de nuestra lucha contra el pecado en nosotros y en el mundo, lucha que llevamos a cabo junto con Jesús y gracias a Él, y en compañía de María. Señal de la victoria contra el mal es el sí incondicional de María a la voluntad de Dios. Sí que podemos y debemos hacer nuestro.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 6 de diciembre de 2011

Los tiempos de Dios no son los nuestros

Homilía 4 de diciembre 2011
II Domingo de Adviento (ciclo B)

foto: definicionabc.com
                Nuestra vivencia del tiempo es muy peculiar y no coincide con lo que marca el reloj. A veces el tiempo pasa muy rápido, sin darnos casi cuenta, y cuando miramos hacia atrás y constatamos los minutos, los meses, los años transcurridos, nos sorprendemos de que hayan podido ser tantos. Otras veces parece que el tiempo no pasa, que lo que esperamos no llega, que tarda demasiado, que los minutos se hacen eternos. El tiempo se alarga cuando estamos aburridos, o cuando esperamos que termine un sufrimiento que parece nunca acabar, o cuando aguardamos intensamente la llegada de algo o de alguien.
                Esta sensación del tiempo que se hace demasiado largo era la que experimentó el pueblo de Israel en el exilio; un tiempo que se hacía tan largo que había debilitado su esperanza y lo había sumido en el desánimo. Había perdido todo, su tierra, el templo, sus instituciones; parecía que Dios lo había abandonado para siempre. En esta situación de desesperanza irrumpe el grito del profeta: “Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen.... Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: ‘Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda’”. El profeta anuncia la intervención de Dios en la historia del pueblo. El Señor realizará de nuevo los prodigios antiguos, los del primer éxodo; actuará como un pastor que apacienta su rebaño, que lo reúne y lo cuida.
                Esta sensación del tiempo que se alarga demasiado era también la que experimentaban los primeros cristianos a los que se dirige san Pedro en la segunda lectura de hoy. Aguardaban intensamente la venida del Señor, cuando se manifestará plenamente su gloria, se cumplirán plenamente las promesas y se establecerá el reino de Dios; pero el Señor no llegaba. Cundía el desaliento en la comunidad y se relejaban las exigencias de la vida cristiana. San Pedro tiene que recordar que “el Señor no tarda en cumplir su promesa”, que “el día del Señor llegará como un ladrón”, que este tiempo que parece durar demasiado es tiempo de la paciencia de Dios que “no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”. Y el apóstol recuerda la verdad fundamental que los tiempos de Dios no son los nuestros, que “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. El Señor cumple su promesa cuando Él quiere, en el tiempo que Él ha fijado, que no es el que a nosotros nos parece mejor o nos gustaría. Y el tiempo de espera es un tiempo útil para nuestra conversión, para preparar bien sus caminos.
                Las promesas de Dios se cumplieron ya una vez definitivamente hace más de dos mil años. En la plenitud del tiempo, para Dios no para nosotros, “envió Dios a su Hijo”, dice san Pablo, “nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gal 4, 4-5). Este es el contenido fundamental de la buena noticia que anuncia Marcos en todo su evangelio que nos acompañará a lo largo de este año litúrgico. La buena noticia es Jesús mismo, que es el Mesías y el Hijo de Dios. Buena noticia para toda la humanidad con la que Dios cumple su promesa de salvación.
Pero Jesús tuvo un precursor que allanó su camino y que tenía la misión de prepararle un pueblo bien dispuesto: Juan el Bautista. Él era la ‘voz que grita en el desierto’ de la primera lectura. Ejerció su misión a través de un bautismo que administraba en el río Jordán, un bautismo con agua que simbolizaba el deseo de conversión, de arrepentimiento, de abandonar la vida de pecado, de purificarse para el juicio de Dios. Las personas venían de todas partes y en gran número para recibir su bautismo. Pero el bautismo de Juan no otorgaba el perdón de los pecados, sólo preparaba para ello. El perdón lo puede dar sólo Dios porque es a Él a quien hemos ofendido. Por eso Juan distingue el bautismo que administra él de otro ‘con el Espíritu Santo’ con el que se cumplen las promesas mesiánicas y se nos otorga la salvación. Es decir, el bautismo cristiano, sacramento de salvación, con el que se nos perdonan los pecados y se nos abren las puertas del reino de Dios.
San Juan Bautista de Rupnik
Santuario della Madonna della Salute degli Infermi
Pozzoleone Scaldaferro (Vi) - Italia (Marzo 2006)
Juan el Bautista es una de las figuras que la Iglesia nos propone en Adviento — junto con Isaías y María — para enseñarnos cómo hay que esperar al Señor. Lo primero es reconocer que los tiempos de Dios no son lo nuestros. El actúa cuándo y cómo quiere y en el momento mejor para nosotros aunque no lo veamos así. Lo segundo es que este tiempo de espera, es un tiempo útil, es tiempo de la paciencia de Dios, tiempo de purificación y preparación para el encuentro definitivo con el Él, tiempo para nuestra conversión y la de nuestros seres queridos.
Intentemos prepararnos bien para la Navidad y más profundamente para encontrarnos con el Señor que viene a salvarnos. Preparemos nuestra vida, ordenando nuestro tiempo y nuestras prioridades, nuestras familias, reconciliándonos los unos con los otros y limando asperezas, nuestro entorno. ¡Qué el Señor puede nacer en nuestros corazones y en nuestros hogares!

lunes, 28 de noviembre de 2011

¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!

Homilía 27 de noviembre 2011
I Domingo de Adviento (ciclo B)

Paso del Mar Rojo
                Hay momentos en nuestra vida en los que pedimos a gritos una intervención de Dios; momentos en los que sentimos que sólo Dios nos puede salvar y sacar de la situación en la que nos encontramos. Humanamente no vemos salida, pero confiamos en el Señor que ya en otras ocasiones ha intervenido y se ha mostrado poderoso y nos ha sacado de la fosa profunda. Al haber experimentado esto en el pasado, recordamos estas intervenciones del Señor, hacemos memoria de ellas, para darnos esperanza en la situación presente de que el Señor, que es fiel, volverá a mostrar su brazo poderosos y sacarnos de la red que en la que estamos atrapados. Puede que nos demos cuenta que hemos sido nosotros mismos con nuestras males acciones y nuestros pecados los que nos hemos enredado, pero pedimos al Señor que nos perdone, que no lo tenga en cuenta, que se acuerde de que es Padre y venga a liberarnos.
                Ésta también es la situación en la que se encuentra el orante de la primera lectura de hoy. La ciudad santa y el templo están destruidos, parece que todo está perdido, que no hay salida; la única esperanza es que Dios mismo intervenga y salve a su pueblo como ya hizo en el pasado. “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” grita el profeta, que se lamenta con Dios por haber permitido esta situación — “endureces nuestro corazón para que no te tema” —, pero le recuerda que es Padre y que ya en el pasado ha hechos grandes cosas en favor de su pueblo. Es un Dios que hace “tanto por el que espera en Él”, un Dios que ‘sale al encuentro de quien practica con alegría la justicia’.
                Ésta también es la actitud que la Iglesia nos invita a renovar en el tiempo litúrgico de Adviento que empezamos hoy. Tanto nosotros mismos como la humanidad entera necesitamos que el Señor venga a salvarnos. Puede que a veces no sintamos esto con mucha urgencia, pero hay otros momentos en que vemos claramente que sólo del Señor puede venir la salvación. “Sólo un Dios nos puede salvar”, como afirmaba Heidegger. Sí, la ciencia y la tecnología pueden ayudar mucho a que tengamos una calidad de vida mejor, el compromiso humano por la justicia social también puede y debe producir mejores condiciones de vida para la humanidad en su conjunto, la nueva sensibilidad ecológica puede y debe hacer que cuidemos mejor de la naturaleza que nos ha sido confiada, pero al final sabemos que sólo Dios puede salvarnos de determinadas situaciones y darnos también la vida eterna que anhelamos. Entonces hacemos nuestro el grito del profeta: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!”. Este el grito de la Iglesia, de la Esposa, en este tiempo de Adviento. “¡Ven, Señor Jesús! ¡Maranathá!” ¡Ven a salvarnos!
                Nuestra esperanza de que el Señor vendrá a salvarnos tiene un fundamento sólido y es que ya vino en el pasado. Vino hace más de dos mil años. Vino en pobreza y debilidad para mostrarnos que no debemos tener miedo de Él. Vino y murió en la cruz para mostrarnos lo mucho que nos quiere. Vino y nos enseñó con sus palabras y su ejemplo el camino para vivir una vida digna de hijos de Dios. Prepararnos estas cuatro semana para celebrar la primera venida del Señor en la carne significa también aprender a vivir toda nuestra vida esperando confiadamente la salvación de Dios, ya que Él es Padre. Y la mejor forma de vivir esta espera es ‘practicando la justicia con alegría’, como dice el profeta Isaías en la primera lectura.
                La virtud teologal de la esperanza es fundamental en la vida cristiana. En el Código de Derecho Canónico antiguo, de 1917, se prohibía celebrar en las iglesias las exequias de los que habían cometido suicidio. Esto hoy puede que nos perezca duro e injusto, ya que es anticiparse al juicio que compete sólo a Dios y tampoco no sabemos la libertad real que tenía la persona en el momento de cometer el acto, ni si se arrepintió en el último momento; de hecho, en el nuevo Código de 1983 ya no se hace mención del suicidio. Sin embargo, esta norma tenía su sentido. Entre ellas, está el hecho de quien se suicida realiza un acto claro de desesperanza, lo que choca directamente con lo que significa ser cristiano y ejercer las virtudes teologales que nos han sido dadas. El cristiano tiene esperanza porque confía en Dios y su promesa y sabe que es Padre, que quiere a su criatura y no la abandona.
Basílica de Santa María la Mayor
                Antiguamente, en Roma, los cristianos empezaban este tiempo de Adviento reuniéndose —haciendo estación, como se dice — en la Basílica de Santa María la Mayor. Se ponían así bajo la protección de María para empezar bien este tiempo. María es una de las figuras centrales del Adviento. Ella estaba entre los pobres de Yahvé que esperaban la salvación de Dios, ella es la Virgen de la Esperanza, de la expectación, cuya fiesta señala el comienzo de las últimos días de preparación a la Navidad con el canto de las antífonas ‘O’. María creyó en el Señor que cumpliría sus promesas, como dice de ella su prima Isabel. Nos ponemos también nosotros bajo su cuidado maternal para vivir bien este tiempo y aprender a esperar en Dios que cumple sus promesas y vendrá a salvarnos.

martes, 22 de noviembre de 2011

Nada es casual, tampoco las ocasiones para ejercer la caridad

Homilía 20 de noviembre 2011
XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Día de Elecciones Generales en España
foto: lacienciaysusdemonios.com
                Muchos acontecimientos de nuestra vida solemos clasificarlos como ‘casuales’, por ejemplo un encuentro fortuito con alguien que no veíamos desde hacía tiempo, o una coincidencia imprevisible de dos cosas que nos sorprende y no nos explicamos cómo ha podido tener lugar. Pensamos que esta contingencia no se debe a una causa clara, no es buscada ni querida por nadie, y no hay tampoco que romperse la cabeza para encontrarle un sentido. Sin embargo, los cristianos también hablamos de la providencia divina, de que Dios todo lo gobierna, de que el Señor está detrás de todo lo que sucede, de que si nos pasa algo es por algo, que nada tiene lugar sin que Dios lo quiera o lo permita. Como afirma Jesús en el evangelio: “pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” (Mt 10, 30). Hoy, en España, tiene lugar una tal conjunción de dos sucesos que llamaríamos casual: unas complicadas e importantes elecciones generales que nos implican a todos y, en un plano muy distinto, los creyentes celebramos la fiesta de Jesucristo rey del universo. Evidentemente, no se decidió la fecha de las elecciones teniendo presente el ciclo litúrgico de la Iglesia; quizás en otros tiempos sí se hubiese hecho, pero en la actualidad obviamente no. No obstante, esta circunstancia ciertamente no es casual en los planes de Dios y de ella podemos sacar algunas enseñanzas sobre la relación entre fe y política para nosotros hoy.
foto: lavoz.com.ar
                De hecho, la fiesta de Jesucristo rey del Universo, en sus comienzos, cuando fue instituida por el Papa Pio XI en 1925, tenía un marcado carácter político, y diríamos político-eclesiástico, queriendo promover el respeto y la defensa de los derechos de la Iglesia también en el orden temporal. Es correcto que hoy siga teniendo este carácter político pero en otro plano más profundo, al que se ha referido el Papa actual en diversas ocasiones. En su magisterio, Benedicto XVI nos pone en guardia reiteradamente contra un peligro que se repite una y otra vez en la historia humana, que consiste en que el poder temporal, un soberano terrenal cualquiera, tanto un individuo como un grupo, pretenda para sí atributos divinos, exigiendo una fidelidad, obediencia y sumisión que se debe sólo a Dios. Ya en el libro del Apocalipsis se habla de ello con referencias implícitas y explícitas al imperio romano y al de Babilonia. Y esto no es un peligro remoto para nosotros. También en las democracias occidentales actuales hay tendencias claras a no respetar la libertad religiosa y de conciencia de los ciudadanos y a creer que las leyes votadas por los parlamentos están por encima de la verdad y del respeto de la naturaleza y de la dignidad del hombre y  de la mujer. Ese grito de los mártires de la persecución religiosa ‘Viva, Cristo rey’, como también la actitud de los demás mártires de la historia del cristianismo, como los muchos olvidados de los países del Este europeo, nos recuerdan esta verdad y de que el soberano último es el Señor y nadie más. Que los poderes públicos hagan sus justos deberes en el plano temporal como expresión y actuación de la soberanía popular, pero que no se extralimiten invadiendo el ámbito que es propio de Dios y de la conciencia del hombre. Éste es el ámbito de ese reino de la Verdad que ha inaugurado Jesús, que no es de este mundo, y que llegará a su término cuando el Señor ‘vuelva a juzgar a vivos y muertos’, como profesamos en el Credo.
De este juicio nos habla el evangelio de hoy. Esta conocidísima página del evangelio de Mateo con la que concluimos el presente año litúrgico nos hace pensar en lo último, en el final, no tanto entendido en sentido cronológico, sino sobre todo como lo definitivo, lo que de verdad cuenta. Y lo que cuenta - se nos dice - es el ejercicio concreto de la caridad para con el prójimo necesitado. Nuestra actitud hacia él. Más allá de nuestra fe, de nuestra pertenencia a la Iglesia, de los actos de culto y de piedad que realicemos, lo que es importante para Dios y de lo que se nos ‘examinará al atardecer de la vida' es del amor, como dice san Juan de la Cruz, de cómo hemos actuado con quien necesita nuestra ayuda. Yo ya he celebrado muchos funerales a lo largo de mis años de sacerdocio, entre ellos el de mi padre, y siempre me sobrecoge como lo que más se recuerda en ese momento del difunto es el bien que ha hecho a los demás, los actos de caridad concreta que ha realizado a lo largo de su vida. Y esto que vale para nosotros vale mucho más para Dios. Todavía me acuerdo como al terminar el funeral de mi padre se acercó una persona que yo no conocía para decirme que él no era creyente pero que estaba ahí porque mi padre en un momento muy difícil de su vida le ofreció un trabajo sin él atreverse a pedirlo. 
Las siete obras de misericordia
Caravaggio - Nápoles 1606
mi comentario al cuadro
En este texto evangélico se repite el mismo listado de acciones concretas cuatro veces, acciones que han venido a constituir las obras de misericordia corporales del catecismo, junto con la de enterrar a los muertos que se añadió en el Medioevo. El repetir tantas veces las mismas obras de misericordia nos indica que la caridad es algo concreto, que ‘obras son amores y no buenas razones’. Y el prójimo necesitado puede estar mucho más cerca de lo que pensamos. Puede ser un miembro de mi familia que necesita mi ayuda y cercanía. En contra de como a veces interpretamos esta página evangélica, los actos de caridad no se limitan a la limosna que muchas veces tanto nos cuesta, sino también a dar mi tiempo tan preciado, a ofrecer apoyo, escucha, consuelo, aprecio… También las personas que necesitan ayuda muchas veces son incapaces de pedirla, pero si nosotros estamos atentos y hemos cultivado un corazón sensible nos daremos cuenta y sabremos encontrar el modo de ofrecer nuestro apoyo sin herir la sensibilidad del otro y sin hacérselo pesar. Es ilustrativo considerar como Jesús en el evangelio sabe anticiparse a las necesidades de los demás y ofrecer lo que las personas de verdad necesitan con mucha delicadeza y respeto. Pensemos en Zaqueo, en la samaritana, en la hemorroísa, en la viuda de Naím… y sabemos también que el Señor nos dice que cuando hagamos una obra de caridad no vayamos tocando la trompeta delante de nosotros para que los demás nos vean.
Hemos empezado hablando de la casualidad al coincidir hoy el día de las elecciones generales en nuestro país y la fiesta de Cristo rey del Universo. Las ocasiones que se nos brindan para ejercer la caridad con el hermano no son casuales, son queridas por Dios para nuestra salvación, son oportunidades que Él nos da para unirnos más a Él y darle algo a cambio, agradecer lo mucho que ha hecho por nostros. El mensaje central del evangelio de hoy es que para Dios el pecado más grave puede ser el de omisión: no tanto el de hacer el mal directamente, sino el no hacer el bien que podríamos hacer.
Pidamos la Señor hoy por España, para que el gobierno que salga de estas elecciones haga las cosas bien, y pidamos también por nosotros, para que se nos conceda un corazón sensible como el de Jesús, atento a las necesitadas de las personas que el Señor nos pone en nuestro camino y dispuesto siempre a ayudar.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La mujer y los talentos

Homilía 13 de noviembre 2011
XXXIIII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Día de la Iglesia Diocesana

La Gioconda
Leonardo da Vinci
                Muchas veces al leer o escuchar un texto de la Biblia nos extrañamos al constatar que refleja una cultura machista, o que se narran cosas que no son ejemplares, o que están presentes ideas desde hace tiempo superadas por los estudios científicos. Y esto extraña porque la Biblia contiene la Palabra de Dios, es una carta de Dios para nosotros y decimos que no tiene error porque Dios no nos puede engañar. ¿Cómo podemos casar estas dos cosas? ¿Cómo es posible que la Biblia sea al mismo tiempo revelación de la Verdad absoluta y que contenga muchas cosas discutibles? Estos días, por ejemplo, como es bueno que hagamos todos los cristianos leyendo una y otra vez toda la Escritura, estoy volviendo a leer por entero el primer libro de la Biblia, el Génesis. En este libro se narra entre otras cosas la historia de los patriarcas, de Abrahán. Isaac y Jacob. ¡Cuántas cosas éticamente inaceptables se hacían entonces! Y aún así, éstos eran elegidos por Dios, amigos de Dios, instrumentos del Señor para llevar a cabo la obra de la salvación de la humanidad y los veneramos como santos.
                La primera lectura de hoy es otro ejemplo de lo que estoy comentando. Se hace un elogio de la mujer hacendosa, laboriosa, y se dice que es una bendición para su marido. Y aunque esto es una ‘verdad como un templo’, como sabemos por experiencia, el texto del Libro de los Proverbios refleja claramente una mentalidad machista que habla de la mujer en función del hombre y no por sí misma, ni al revés, ya que también es verdad que un hombre trabajador y responsable es una bendición para su mujer. Otros muchos textos bíblicos, y no sólo del Antiguo Testamento, reflejan una cultura machista. Un ejemplo claro son las cartas de Pablo en que se habla del lugar de la mujer en la sociedad y la Iglesia. Tenemos, por tanto, que aprender a distinguir la Palabra de Dios del ropaje cultural en que se nos transmite, separar el vino de la copa que se utiliza para contenerlo y que puede no estar limpia ni ser muy bonita. La Palabra de Dios nos llega en y a través de palabras humanas que reflejan la cultura y mentalidad de una época y para entender correctamente el texto bíblico tenemos que hacer uso de la inteligencia que nos ha dado Dios, como certeramente indica san Ignacio de Loyola.
sexo vs. género
hablando-en-plata.blogia.com
                De todos modos, también tenemos que decir que el Señor, aunque aparentemente no rechace directamente una cultura y en un cierto sentido la asuma, también la va cambiando desde dentro. Introduce en ella un dinamismo que la va a ir transformando. Así, por ejemplo, Jesús da un lugar prioritario a la mujer en claro contraste con la cultura de su tiempo. Las tiene a su lado en su ministerio y en la cruz y son ellas las primeras en conocer la noticia de la resurrección y en ser enviadas a anunciarla. Y esta novedad introducida llevará poco a poco a un cambio en la consideración de la mujer en los primeros siglos del cristianismo respecto al mundo judío y pagano.
Sin embargo, también es de justicia reconocer que la Iglesia no siempre ha estado al lado de la mujer en su lucha por la igualdad con el hombre. Igualdad en la que es innegable que han tenido lugar muchos progresos en los últimos siglos, pero por la que queda todavía tanto por hacer. Desde la fe y también desde el evangelio de este domingo se nos pone en guardia contra un modo de llevar a cabo esta lucha que no es correcto. Es aquel que está presente en algunas proclamas feministas que exigen una igualdad entendida como nivelación entre hombre y mujer, y no como igualdad de dignidad y derechos civiles, pero respetando su naturaleza distinta. Esta segunda forma de entender la igualdad es la que defiende al Iglesia, ya que el hombre y la mujer, en contra de lo que piensan algunos partidarios — a veces inconscientes — de la ideología de género, son seres distintos, tienen talentos diferentes, aunque son iguales en dignidad y deben tener los mismos derechos civiles. El hombre y la mujer son diferentes por naturaleza y no sólo por educación. La diferencia que algunos llaman de género se fundamenta en una diferencia sexual real, como también señala el Libro de Génesis al decir que Dios creó “al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 26).
Estos talentos de los que habla la parábola del evangelio de hoy los entendemos como esos dones naturales y sobrenaturales que distribuye el Señor como Él quiere. En esto podemos notar también otro ejemplo de cómo el cristianismo cambia la cultura desde dentro. El talento era una medida de peso y más tarde una moneda, pero hoy todos entendemos esta palabra en el sentido de las dotes, o aptitudes, que tiene una persona, y este cambio de significado se debe con toda probabilidad a esta parábola evangélica. Algunos de estos dones son propios de la mujer y otros del hombre, y otros son independientes del sexo. Se nos dice a través de la parábola que debemos ponerlos a trabajar para que den fruto. Con frecuencia esto no la hacemos porque somos holgazanes y negligentes, o porque tenemos miedo; miedo a personas o situaciones imaginadas o reales que nos bloquean e impiden que realicemos plenamente las potencialidades que nos ha dado el Señor. Puede ser miedo al Señor, que creemos muy exigente y tememos nos pida demasiado y, como el siervo de la parábola, escondemos nuestro talento en un hoyo. O miedo al ‘qué dirán’, al compromiso, a nuestra debilidad e inconstancia... Contra estos miedos debemos luchar para que los talentos que con tanta generosidad nos ha dado el Señor den su fruto. Da mucha pena ver hombres y mujeres que sólo realizan una pequeña parte de sus potencialidades cuando podrían hacer mucho más.
              Nos encomendamos a María, la nueva Eva, la mujer escogida por Dios para ser la madre de su Hijo, la llena de gracia, la que supo reconocer y agradecer lo que el Señor hizo con ella y lo puso todo al servicio de Dios y su plan de salvación, sin guardarse nada y sin miedo. ¡Qué ella nos ayude con su ejemplo e intercesión a decir también nosotros un sí pleno y valiente al Señor!




(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro La buena noticia del matrimonio y la familia y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)