Homilía 30 de enero 2011
4º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Los que fuimos el año pasado en la peregrinación organizada por la parroquia a Tierra Santa, tuvimos la ventura de alojarnos algunos días en la Casa de Ejercicios situada en el Monte de las Bienaventuranzas. Pudimos pasearnos por esa colina y contemplar el sol que salía sobre el lago de Galilea al amanecer y la luna que se reflejaba en sus aguas por la noche. Respirar el aire de ese sitio y oler sus aromas. Oír los sonidos de la naturaleza y sentir la humedad de la noche. Yo intentaba imaginarme como sería cuando Jesús en ese mismo lugar, hace más de 2000 años, se sentó como en una cátedra, y ante la multitud pobre y hambrienta, ante ese ‘resto de Israel’ que se había congregado para escuchar una palabra de vida y esperanza, empezó el Sermón de la Montaña. Eran palabras divinas con voz humana. Aún hoy a nosotros nos parecen que vienen de otro mundo muy distante y distinto del nuestro. Seguro que la reacción de la gente fue de sorpresa, sobrecogimiento y entusiasmo. De asombro y alegría. Algo en los más profundo de su ser empezaba resonar. Y todavía hoy, en ese lugar, parece que se pueden oír esas palabras de vida eterna pronunciadas por Jesús hace tanto tiempo.
Es curioso como todos nosotros creemos saber donde está la verdadera dicha, donde está la felicidad, la bienaventuranza, y que se debe hacer, o tener, para conseguirla. Pero también es verdad que la mayoría de nosotros nunca se ha parado a pensar en el tema con detenimiento y hemos tomado por bueno lo que nuestros padres nos han transmitido y la sociedad nos propone. Y así creemos que para ser felices hay que tener una buena posición social, tener un buen trabajo, tener dinero, tener una familia ejemplar, unos hijos bien educados con buen futuro, un buen coche, una buena casa, vacaciones etc.; lo que a veces llamamos ‘calidad de vida’. Y toda nuestra energía y tiempo los empleamos para alcanzar estos objetivos, a veces con testarudez y mucha perseverancia y esfuerzo. Tenemos la esperanza que una vez alcanzados estaremos en paz y seremos felices. Es verdad que a veces surgen dentro de nosotros dudas de si nos estaremos engañando o dejando engañar, de si la vida no consista más en ‘ser’ que en ‘tener’ como diría Erich Fromm, de que quizás estemos persiguiendo una liebre ilusoria, de que no estamos viviendo de verdad, porque como decía John Lennon ‘la vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas’. Pero acallamos rápidamente estas dudas porque nos dan miedo y ponen en cuestión muchas cosas que hemos creído. Sin embargo, a veces la vida misma hace que tengamos que pararnos y pensar, o a veces una palabra, como esta de las Bienaventuranzas, se abre paso en nuestra coraza y derrumba nuestros muros. Entonces descubrimos que la felicidad está mucho más cerca de lo que pensábamos, que no consiste en tener cosas sino en ser, que la dicha es el ‘efecto colateral’ de una vida bien vivida y que para el cristiano una vida bien vivida es una vida en unión con el Señor, en comunión con Él. Las bienaventuranzas nos vienen a decir que en nuestra vida actual, con su sufrimiento, su fracaso, su llanto, en definitiva con su cruz, podemos ya ser dichosos si la vivimos en unión con Cristo. Que podemos ya hoy experimentar esa dicha reservada para los amigos del Señor que viven como Él. Cuando hacemos este descubrimiento lloramos a la vez de pena y de alegría, de pena por el tiempo perdido y lo engañados que estábamos, y de alegría por saber que aún estamos a tiempo para cambiar y ser felices de verdad.
Las bienaventuranzas que abren el Sermón de la Montaña, que es la nueva ley dada por el nuevo y definitivo Moisés, son como el manifiesto solemne de los valores del Reino de Dios, de las actitudes para estar disponibles para este Reino. Son sobre todo una fotografía espiritual de Jesús, nos describen su rostro humano, su forma de ser. Es interesante que en el Nuevo Testamento no encontramos ninguna descripción de como era Jesús físicamente, casi que este dato no interesara, pero sí encontramos una descripción de su rostro espiritual y esto si interesa porque es el que estamos llamados a imitar. Y esta descripción de su rostro espiritual son las bienaventuranzas. Es Jesús el pobre en el espíritu, el manso, el que llora, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el que trabaja por la paz, el perseguido por causa de la justicia.
Las bienaventuranzas nos enseñan el camino para la felicidad y éste, en definitiva, es Jesús mismo, camino verdad y vida. Si nos unimos a Él, imitándole, haciendo nuestra su forma de vida, en nuestra vida concreta, experimentaremos la verdadera dicha. Experimentaremos como el Señor mismo nos va cambiando y nos va transformando a su imagen. De hecho, las bienaventuranzas más que un mandato son una promesa, una buena noticia, son el anuncio de lo que Dios hará con nosotros si nos dejamos moldear por Él, por su Espíritu.
Hagamos nuestra esta ley; abrámonos a la acción del Espíritu de Jesús que nos quiere transformar a su imagen y no nos dejemos engañar por el mundo y sus seducciones. Decimos los psicólogos que la infelicidad surge de la distancia percibida entre nuestras expectativas y la realidad. Muchas veces nuestras expectativas son irreales y engañosamente creadas en nosotros y asumidas por nosotros sin mucha reflexión. Por otro lado, huimos de nuestra realidad que no aceptamos y no la vemos como ocasión para unirnos al Señor. Las bienaventuranzas nos vienen a decir que esta distancia entre relidad y expectativas ha sido anulada por Jesús. Que ya ahora eligiendo vivir como Jesús y unidos a Él podemos ser dichosos y que esta felicidad, que ahora experimentamos junto con tribulaciones, llegará a su plenitud en la vida eterna.
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