Homilía 20 de febrero 2011
7º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
El regreso del hijo pródigo Rembrandt |
Es muy difícil para nosotros comprender el amor de Dios que ‘trasciende todo conocimiento’ como dice san Pablo (cfr. Efesios 3, 19), ese amor que descubrimos al contemplar la pasión de Jesús, ese amor que es totalmente gratuito, desinteresado, previo a cualquier cosa que hagamos, a que seamos buenos o malos. Por eso para nosotros es tan difícil entender la parábola del hijo pródigo, el amor del padre a un hijo que lo quiso muerto al pedir su herencia en vida y alejarse de él; un padre que aparentemente trata mejor y se alegra más por éste, que por el otro que siempre lo sirvió. Cuando en nuestra vida se nos revela este amor de Dios, muchas veces al sabernos inmerecidamente perdonados por Él, nos sentimos sobrepasados, desbordados, sobrecogidos y llegamos a entender algo de lo que Jesús nos quiso decir al contar esa parábola.
El Señor dice a los suyos que se acercaron para oír el sermón de la montaña, es decir, a nosotros hoy, que tenemos que ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto. Y nos dice que este Padre celestial hace “salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia a justos e injustos”. ¡Qué importantes son estas palabras de Jesús! Pero también, ¡qué difíciles de aceptar! A nosotros nos gustaría un Dios que simplemente premiase a los buenos y castigase a los malos, pero el Dios que nos revela Jesús no es así, es un Dios justo sí, y hace justicia en especial a los pobres y desamparados, pero es un Dios que sobre todo ama y ama de una manera que supera con creces lo que nosotros somos capaces de entender. Es un Dios que siente una tierna compasión por todas sus criaturas y que a diferencia de los hombres, ni se acuerda del mal, ni tiene resentimiento.
A nosotros que estamos llamados a ser ‘luz del mundo y sal de la tierra’, a ‘tener una ‘justicia mayor que la de los escribas y fariseos’, se nos pide que seamos imitadores de nuestro Padre celestial, que seamos perfectos como Él es perfecto, que seamos santos como Él es santo, como dice la primera lectura de hoy del libro del Levítico. Y Jesús nos da ejemplos de lo que esto significa. Ejemplos que no debemos tomarnos literalmente, porque Jesús habla de una ‘forma paradójica y provocativa’ para enseñarnos un ‘comportamiento que va más allá de la letra de Ley y que nace de la aceptación del reino de Dios’. Esto lo vemos claramente al considerar como Jesús mismo, que es nuestro modelo, se comportó. Por ejemplo, en casa de Anás, al darle una bofetada un guardia, no ofreció la otra mejilla, sino dijo: “Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?” (Jn 18, 23). Y Pablo, que era un santo aunque muy vehemente, en una situación análoga, cuando el sumo sacerdote Ananías ordenó a sus ayudantes que le golpeasen en la boca, le dijo:” A ti te va a golpear Dios, muro blanqueado” (Hch 23, 2-3). Por tanto, tenemos que a partir de los ejemplos que nos presenta Jesús, entender la forma general de comportamiento que quiere tengan sus discípulos.
En el sermón de la montaña, Jesús nos dice cómo debe ser esa ‘justicia mayor’ que nos pide a través de una serie de antítesis con las que enfrenta la enseñanza de los antiguos con el cumplimiento de la Ley que Él trae. En el evangelio de este domingo se nos presentan dos. La primera se refiere a la ley del talión, ‘ojo por ojo, diente por diente’ que, aunque nos suene muy ‘primitiva’, era ya un avance moral porque intentaba poner un límite a la venganza y a la espiral del mal. No se puede hacer más daño que el que nos han hecho. Jesús nos pide que superemos esto, no haciendo frente al que nos agravia, no resistiendo al mal, como Él hizo en la cruz. Ésta no es una actitud pasiva, sino una muy activa, de vencer el mal con el bien. Probablemente la mejor interpretación de este mandato de Jesús nos la ofrece san Pablo: “No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien” (Rm 12, 21). La actitud no-violenta implica una estrategia de cambiar el corazón el otro y hay que saberla utilizar con inteligencia. Asimismo Jesús, dentro de esta antítesis, pide a los suyos a través de los ejemplos de dar también la capa a quien nos pone pleito por la túnica, de acompañar dos millas quien nos requiera para caminar una, de dar a quien pida y de no rehuir quien quiera prestado, tener una actitud de apertura al otro, de cariño, de generosidad que supera lo que estrictamente exige la Ley.
Pero es la segunda antítesis la más conocida y la que también más citan los no creyentes cuando quieren resumir la enseñanza moral de Jesús. El Señor parte de una enseñanza de los antiguos que no encontramos tal como Él la cita en el Antiguo Testamento; sólo encontramos la primera parte de ‘amar al prójimo’, pero no así la segunda de ‘aborrecer al enemigo’. Puede que Jesús se refiriera a enseñanzas orales que circulaban en el ambiente y que tienen como base una concepción muy étnica de quien es el prójimo y quien el enemigo. El prójimo sería el miembro de mi familia, de mi clan o de mi pueblo, y el enemigo quien no lo es. Jesús pide a sus discípulos el amor a los enemigos y que recen por los que los persiguen. ¡No sólo que no les hagan daño, ni que no les deseen ningún mal, sino también que recen por ellos! Esta es la enseñanza moral más elevada de todo el Nuevo Testamento y de toda la historia de la humanidad.
¿Es posible vivirla? ¿Es posible amar a los enemigos? ¿Rezar por los que nos hacen daño? Ciertamente es verdad que quien lo logra se hace perfecto como nuestro Padre celestial es perfecto, vive verdaderamente como hijo de Dios que ‘hace salir su sol sobre malos y bueno’, se vuelve luz del mundo y sal de tierra, signo viviente para los demás del evangelio. Jesús vivió de esta forma y quien vive así da testimonio con su comportamiento de la verdad de la resurrección de Cristo y se hace signo del amor de Dios.
El buen samaritano Van Gogh |
Ante esta enseñanza de Jesús no debemos ni ignorarla, ni desesperarnos, ni tirar la toalla, ni considerarla una utopía irrealizable, ni culpabilizarnos por no lograr actuar así. Debemos confiar en la gracia de Dios y poner de nuestra parte. Lo primero es reconocer que llegar a los que nos pide el Señor es fruto de la gracia y no de nuestro esfuerzo, es Dios quien nos cambia el corazón, nos quita el corazón de piedra que tenemos y nos da un corazón de carne capaz de amar y perdonar como el suyo. El experimentar el amor de Dios que nos perdona y borra nuestros pecados sin mérto por nuestra parte, que nos hace ‘amigos’ de 'enemigos' que somos, nos ayuda a irnos acercando a esto.
Pero nosotros también debemos poner de nuestra parte, debemos abrirnos a la gracia, esforzarnos por adquirir poco a poco las actitudes de Cristo con los medios que se nos ofrecen. Y tener paciencia con nosotros mismos y perseverancia, comprendiendo que es un proceso lento, continuo, difícil, a veces doloroso, con recaídas y nuevos comienzos. Es un proceso de purificación, de ir dejando atrás el hombre viejo figura del Adán desobediente, egoista y soberbio, y revistiéndonos del hombre nuevo, de Cristo.
María, en la que el Verbo de Dios tomó carne, es la que nos ayuda en este proceso para que también en nosotros tome cuerpo el hombre nuevo, para que Jesús pueda nacer en nuestros corazones. Nos encomendamos a ella, Madre de todos los cristianos, en nuestro esfuerzo por parecernos cada vez más al Dios que nos ha revelado Jesús.
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