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Vive la familia. Con Cristo es posible.
Plan Pastoral- Achidiócesis de Madrid |
La Iglesia y los cristianos nos sentimos llamados a anunciar con fuerza el evangelio del matrimonio y la familia. A unos hombres y mujeres que con frecuencia parecen haber perdido toda esperanza, encerrados en la cárcel de su propio ‘yo’, incapaces de amar de verdad y de aceptar ser amados, la Iglesia proclama el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia, el amor ‘hermoso’, la vocación innata y el deseo más profundo del corazón del hombre, la verdad de que es posible en Cristo vivir la caridad conyugal. Como dice Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
Familiaris Consortio: “El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz” (
Familiaris Consortio, citada en lo que sigue como FC; n. 13). Este anuncio lo debemos realizar con mucha firmeza hoy, en un contexto relativista que no reconoce nada como definitivo, a un hombre que sigue preguntándose acerca de la bondad de su vida y de sus relaciones y de la validez de su esfuerzo por construir un mundo mejor, pero que muchas veces es ciego y temeroso, incapaz de abrirse al esplendor de la verdad, y con miedo ante el compromiso definitivo que implica el matrimonio.
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Kiko Argüello |
El matrimonio y la familia en sus rasgos esenciales no son una invención humana, o una construcción sociológica surgida a raíz de situaciones históricas o económicas, sino están enraizados en el ser mismo del hombre y la mujer, en su esencia. El matrimonio, fundamento de la familia, entendido como relación entre hombre y mujer recíproca y total, única e indisoluble, “responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia por la ‘dureza de corazón’, pero que Cristo ha venido a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido ‘desde el principio’ (cfr. Mt 19, 8). En el matrimonio, elevado a la dignidad de Sacramento, se expresa además el ‘gran misterio’ del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5, 32)” (
Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, en adelante citado como
DPF; n. 17). Es decir, no podemos separar la pregunta acerca de la esencia del matrimonio y de la familia, de la pregunta acerca del ser del hombre y la mujer, ni ésta se puede separar de la pregunta acerca de Dios. Estos interrogantes están en el corazón de todo hombre y mujer y encuentran su respuesta plena en la revelación cristiana. En la Sagrada Escritura se afirma que Dios es amor (1Jn 4, 8) y que el hombre es creado a ‘imagen de Dios’ (Gn 1, 26). “Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano… La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar íntegramente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad” (
FC; n. 11). El ser humano, por tanto, se realiza a sí mismo y a la vez se parece más a Dios en la medida en que ama.
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Rembrandt |
Por otro lado, el ser humano es un espíritu encarnado y está llamado a vivir esta vocación al amor con todo su ser. Su cuerpo no es algo meramente biológico separado de su ser persona, sino es parte constitutiva de su ser y participa del amor espiritual. Existe hoy una tendencia dualista que considera el cuerpo como algo secundario, como algo que se puede utilizar según se considere, “como un mero material biológico sin otra relevancia moral que la que el hombre en un acto espiritual y de libre elección quisiera darle” (DPF; n. 17). Evidentemente, esto lleva al hombre a una profunda ruptura interior, a una falsa libertad, que al final va contra el propio cuerpo que, al no considerarse parte integrante de su ser persona, queda desprestigiado. Lo mismo es necesario afirmar acerca de la sexualidad. “La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte” (FC; n. 11). Este compromiso por su misma naturaleza es un compromiso público, a través del cual los contrayentes asumen ante la sociedad la responsabilidad de la fidelidad que es lo que garantiza el futuro de la comunidad. Por eso, “la institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, ni la imposición intrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador” (FC; n. 11). Este acto de donación total, que concreta la vocación al amor inscrita por Dios en el ser mismo del hombre y la mujer – también en su misma dimensión corporal – tiene su ‘lugar’ propio en el matrimonio, que también es el ámbito adecuado para la transmisión de la vida. Es este un acto en que se ejerce plenamente la libertad. De hecho, la expresión más grande la libertad no es la búsqueda permanente del placer sin nunca decidirse, sino el comprometerse en un don definitivo de uno mismo.
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Bartolomé Esteban Murillo |
El núcleo fundamental de la experiencia de fe del pueblo de Israel es la comunión de amor entre Dios y su pueblo, el hecho de que “Dios ama a su pueblo”. Este misterio del amor de Dios por los hombres encuentra en la revelación bíblica una expresión significativa, una forma lingüística apropiada, en el vocabulario del matrimonio y la familia, tanto en su aspecto positivo como en el negativo. Así, la cercanía de Dios con su pueblo se presenta con lenguaje esponsal, mientras que la infidelidad de Israel a la Alianza y su idolatría se señalan como adulterio y prostitución. De este modo, la historia de amor y de comunión de un hombre y una mujer en la alianza matrimonial, es asumida por Dios como símbolo de la historia de salvación. Esta revelación del amor de Dios contenida en la Sagrada Escritura llega a su plenitud en Cristo Jesús, el “Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo” (
FC; n. 13). Con su enseñanza, Jesús revela la verdad del matrimonio, esa verdad originaria, la verdad desde ‘el principio’ (Gn 2, 24; Mt 19, 5) y con el Misterio Pascual, mediante la entrega de su Espíritu, libera al hombre de la ‘dureza de corazón’ y lo hace capaz de vivirla plenamente. En el sacrifico de Jesús en la cruz se revela plenamente el designio de Dios que está impreso en el mismo ser del hombre y la mujer. Es por ello que el matrimonio de los bautizados se convierte en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. Por el bautismo el hombre y la mujer son insertados en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza Esponsal de Cristo con la Iglesia y en virtud de esa inserción la comunidad íntima de vida y amor fundada por el Creador es asumida, sanada y elevada por la gracia que brota del costado abierto de Cristo. A consecuencia de esta sacramentalidad del matrimonio, los esposos están vinculados el uno al otro de una manera más profundamente indisoluble, ya que su mutua relación es signo real de la inquebrantable unión de Cristo con la Iglesia.
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Raffaelo Sanzio |
Es oportuno señalar que el efecto primario del sacramento del matrimonio “no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza” (
FC; n. 13). Este amor conyugal que implica a la persona en su totalidad, con sus características propias de unidad, indisolubilidad, exclusividad, fecundidad, y fidelidad, alcanza en los bautizados un significado nuevo por el que se hace expresión de valores propiamente cristianos. Han sido muchos los autores que han hablado de la belleza y de la especificidad de esta comunión conyugal vivida en Cristo: “¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica?... ¡Qué yugo el de los fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu” (
Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393).
La Iglesia quiere anunciar a todos con caridad pastoral y a la vez con firmeza este plan de Dios sobre el matrimonio y la familia en toda su belleza y exigencia, consciente de que es lo que Dios desde siempre ha querido para el hombre y la mujer y que sólo cumpliendo Su voluntad encontraremos nuestro descanso y se realizarán las aspiraciones más profundas de nuestro corazón. Esto se hace cada día más evidente al constatar los efectos negativos que se derivan de otras propuestas que se señalan como ‘alternativas’, pero que no lo son. También el Santo Padre Benedicto XVI ha llamado la atención sobre la relación existente entre atacar el amor humano y alejar el hombre de Dios: “El envilecer el amor humano, el suprimir la auténtica capacidad de amar, se revela, de hecho, como el arma más apta y más eficaz para echar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre” (
Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en la apertura de la Asamblea Eclesial de la diócesis de Roma sobre Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe [6.VI.2005]) . La defensa que la Iglesia hace del amor, del matrimonio y la familia, es el mejor servicio que puede prestar al bien de todos los hombres y mujeres.
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Michelangelo Buonarotti |
La institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole. El amor conyugal que como todo amor es esencialmente don, no se agota dentro de la pareja, sino que hace capaces a los esposos “de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana” (
FC; n. 14). Del mismo modo que el amor y el cuerpo en el ser humano no se pueden reducir solo a la dimensión biológica, así también la paternidad y la maternidad son verdaderamente tales cuando junto con la transmisión de la vida se transmite también el amor y el sentido que da la posibilidad de decir sí a esa misma vida. Así los esposos, al pasar a ser también padres, reciben una nueva responsabilidad que, para cumplirla debidamente, deberán contar con la ayuda de Dios. De hecho, por sí mismos no pueden con sus solas fuerzas transmitir a los hijos de modo adecuado el amor y el sentido de la vida. El afirmar el valor absoluto de una vida humana, su bondad intrínseca y su sentido, aunque no se conozca su futuro, requiere una autoridad y credibilidad que no poseen los padres, pero sí la Iglesia que es signo e instrumento de salvación. En ella puede edificarse la familia cristiana segura de ese sí definitivo de Dios a la humanidad, de esa alianza eterna en la sangre de Cristo. A su vez, la Iglesia se edifica a partir de las familias, “pequeñas Iglesias domésticas” como las ha llamado el Concilio Vaticano II (Constitución
Lumen gentium; n. 11; Decreto
Apostolicam actuositatem; n. 11) retomando una antigua expresión de los Padres de la Iglesia (San Juan Crisóstomo,
In Genesim serm. VI, 2; VII; 1). Esta interrelación entre la familia y la Iglesia hay que tenerla muy presente en la actividad de la Iglesia. De hecho, la familia está constituida por un conjunto de relaciones humanas mediante las cuales los miembros son introducidos en la gran familia humana y en la familia de de los hijos de Dios que es la Iglesia. Toda persona es engendrada y educada tanto humanamente como en la fe en su familia y por eso ella es el lugar natural en el que la Iglesia se inserta en las generaciones humanas y éstas en la Iglesia. También sabemos que para realizar una auténtica labor educativa, como es la educación en la fe, no basta tener una buena doctrina para comunicar, sino es necesario algo más humano y profundo, una cercanía vivida cotidianamente como acontece en la familia, donde se puede y se debe ser no sólo maestros sino testigos de lo que se enseña. El testigo está personalmente comprometido con lo que trasmite y a la vez apunta hacia otra cosa distinta de él, en nuestro caso Otro, Cristo Jesús, a su vez verdadero testigo del Padre. Lugar privilegiado y a la vez exigente de este testimonio de Cristo es la familia, y por eso es lugar privilegiado para la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. La crisis de la familia y la pérdida de la fe, esa ‘apostasía silenciosa’ de la que habla el documento del Sínodo de Obispos
Ecclesia in Europa (n. 9), son dos fenómenos muy relacionados. La nueva evangelización a la que nos llama insistentemente el Santo Padre, también a través de la creación de un nuevo dicasterio en la Curia romana destinado a tal fin, tiene que tener muy en cuenta la familia.
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