domingo, 6 de febrero de 2011

Sal de la tierra y luz del mundo

Homilía 6 de febrero 2011
5º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

San Pablo Miki y compañeros, mártires


Amanecer en el Monte de las Bienaventuranzas
Las metáforas muchas veces nos ayudan a entender aspectos de la realidad de una modo nuevo y más profundo, al sacar a la luz algún parecido entre dos cosas que de por sí son muy distintas. Jesús era un verdadero maestro en utilizar metáforas y lo vemos con mucha claridad en las dos que aparecen en el evangelio de hoy: la luz y la sal. Jesús habla a sus discípulos que se habían acercado a Él para escuchar el Sermón de la Montaña y que acababan de oír las bienaventuranzas y les habla de su misión en el mundo; dice que son sal de la tierra y luz del mundo. ¿Qué significa esto?
La característica principal que tienen en común la sal y la luz es que basta muy poca cantidad para que produzcan su efecto. Con muy poca sal se sala un plato y cambia totalmente su sabor, como bien sabemos los que tenemos hipertensión, y con muy poca luz se alumbra una habitación oscura: es suficiente encender una vela para que todo cambie. De la misma manera, bastan pocos cristianos para cambiar su entorno, pero la condición es que sean auténticos. Un cristiano que vive las bienaventuranzas, que ha entendido y hecho suyo el mensaje de Cristo crucificado, es sal de la tierra y luz del mundo: su sola presencia produce efectos. Un sólo santo, como muestra la historia de la Iglesia, puede hacer grandes cosas. Impresiona, por ejemplo, la figura de San Francisco de Asís, que contrariamente a lo que afirma Jesús, fue profeta en su patria. La autenticidad de su testimonio, atrajo a una vida de servicio a Dios a muchos de los que antes eran sus compañeros de juerga en Asís.
sanantoniodepadua.org
Ha habido momentos en la historia de la Iglesia que pensábamos que lo que había que intentar es que todos entrasen la Iglesia, que todos se bautizaran y fueran cristianos. Interpretábamos de una forma muy reduccionista las palabras de Jesús a Nicodemo de que ‘hay que nacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de Dios’ y decíamos que extra ecclaesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación, que si uno no se bautiza no se salva. Hoy, después del Concilio Vaticano II, algo ha cambiado en nuestra perspectiva y nos hemos dado cuenta que esa forma de entender la Iglesia lleva a rebajar mucho el listón, a aflojar las condiciones exigidas para ser miembro de ella, y la Iglesia corre el riesgo de no ser ya luz del mundo y sal de la tierra, e identificarse demasiado con el mundo que tiene que evangelizar.
La Iglesia está llamada a ser luz y sal y nosotros como miembros de ella también. Lo somos en la medida en que somos auténticos. No hace falta que seamos muchos, pero sí que seamos buenos. Las palabras de Jesús del evangelio de hoy muestran que para Él es mejor “pocos pero buenos, que muchos pero mediocres”. Estas palabras nos indican que quizás tengamos que replantearnos lo que exigimos para acceder a los sacramentos; quizás no todos deben ser bautizados, recibir la primera comunión, casarse por la Iglesia, confirmarse... si no están bien dispuestos, si nos son llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo, si no son capaces o no quieren comprometerse a ello.
devocionalescristianos.org
Pero, ¿cómo se es sal y luz? Las lecturas de hoy nos hablan también de esto. Lo primero que hay que tener claro es que no los somos por nosotros mismos, sino en la medida en que hacemos presente con nuestra vida a Jesús, la verdadera luz de las naciones. Nosotros estamos llamados a reflejar su luz, porque Él es el que  cumple las bienaventuranzas, Él es el salvador, Él el médico. Nosotros reflejamos su luz, como la luna el sol, en la medida en que imitamos sus virtudes, su forma de ser, sentir y pensar. Por nosotros mismos somos nada, somos tiniebla. Lo segundo que nos dicen las lecturas de hoy es que para ser luz hay que practicar la justicia y la misericordia. Isaías afirma en la primera lectura: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne, entonces romperá tu luz como la aurora... cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia... brillará tu luz”. Lo mismos en el Salmo: “En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo”. Una persona que practica la justicia y es clemente y compasivo es como una vela encendida en este mundo de tinieblas; es sal y luz para los demás.
Esto es lo que nos dicen las lecturas de hoy del Antiguo Testamento, pero ¿qué añade el Nuevo Testamento? Añade el misterio de la cruz. Vivir la justicia en un mundo inicuo lleva a ser tomado por tonto, ridiculizado, quizás perseguido, a sufrir. Es lo que le pasó Jesús, que centro su vida en la predicación del Reino de Dios y su mensaje en el mandato del amor, pero fue puesto a muerte. Esta vivencia de la cruz que con frecuencia acompaña el amar de verdad al hermano y deriva del pecado presente en nuestra sociedad, vivida en unión con Cristo y configurándonos a Él, nos hacen luz y sal.
La segundo lectura del la primera carta de San Pablo a los Corintios ratifica todo esto. Pablo se presentó a los corintios débil y temblando de miedo para predicarles el misterio de Dios, no hablando de sí mismo, ni con sublime elocuencia, sino anunciando a Jesucristo, y éste crucificado. Este anuncio del Justo-crucificado y glorificado fue el que cambio la vida de los corintios que se abrieron al evangelio. Este Justo-crucificado es la revelación del amor de Dios y del pecado del mundo, y por eso es luz del mundo y sal de la tierra. Con Él y unidos a Él todo adquiere un sentido nuevo, todo queda iluminado y tiene un sabor distinto. Nosotros estamos llamados a ser testigos con nuestra vida de esto.
No es necesario que seamos muchos, bastamos muy pocos para dar sentido y sabor al mundo, pero tenemos que ser fiel reflejo de Él, y lo seremos en la medida en que lo imitemos practicando la justicia y viviendo las bienaventuranzas y aceptando en unión con Él el misterio de la cruz presente en nuestra vida y en el mundo. Esto es lo que hicieron los mártires cuya memoria celebramos hoy: San Pablo Miki y sus compañeros, crucificados en Nagasaki en 1597 después de sufrir graves ultrajes. Fueron luz y sal para sus conciudadanos japoneses. Fueron esa semilla que si muere produce mucho fruto y aunque relativamente pocos, veintiseis entre sacerdotes, religiosos y laicos, la Iglesia de Japón les debe mucho.

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