Resumen y crítica del libro de Donald B. Cozzens, The changing face of the priesthood
(Liturgical Press, Minnesota, 2000)
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Quizás el mejor y más útil, el más sincero y valiente libro sobre el sacerdocio católico que he leído en los últimos años, aunque no comparta todo lo que piensa el autor. Ha sido traducido al castellano con el título La faz cambiante del sacerdocio. A diferencia de lo que ha pasado en Estado Unidos, de momento no ha tenido mucha repercusión en nuestro mundo eclesial de habla hispana, aunque es un libro que nos puede hacer mucho bien en un contexto como el nuestro, donde se dan visiones del presbítero tan discordantes, por lo general extremistas y poco realistas, que suelen oscilar entre el idealismo angélico y la descalificación.
El autor tiene una amplia experiencia directa de trato con seminaristas y sacerdotes. Como rector de un seminario y miembro de su panel de admisión, ha dedicado mucho tiempo a temas relacionados con la admisión, la selección y la formación de candidatos al sacerdocio. Y como vicario del obispo para los sacerdotes y religiosos de la diócesis de Cleveland, ha tenido que abordar problemas pastorales y personales de sus compañeros. A esta experiencia directa del mundo del seminario y sacerdotal, se unen sus conocimientos teológicos y psicológicos. Surge así esta obra muy interesante y útil, no sólo para seminaristas y sacerdotes, sino también para todo aquel que esté interesado en el tema.
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Donald B. Cozzens propone un ideal de sacerdote que describe como el que ha pasado por la prueba, por el fuego purificador, y ha logrado llegar a una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, volviéndose para todo el presbiterio diocesano una referencia por la autenticidad de su vida y una bendición para la comunidad a la que sirve. No es difícil imaginar a qué tipo de sacerdote está pensando y seguro que todos tenemos presente a alguno que cumple este perfil. Es un sacerdote que se caracteriza de modo especial por su misión de transmitir la Palabra de Dios y que cuida mucho el ministerio de la predicación.
El autor empieza su libro haciendo notar el cambio de paradigma que ha tenido lugar a raíz del Concilio Vaticano II. Cambio que afecta la misma identidad y la misión del sacerdote diocesano. Antes del Concilio, cuando una persona entraba en el Seminario tenía una imagen muy clara de lo que iba a ser y hacer. Ahora esa imagen se ha difuminado y estamos en un época de cambio de paradigma, con todo lo que esto significa de incertidumbre, de dudas, de miedos, de resistencias al cambio, de vueltas hacia atrás y huidas hacia adelante. Antes del Concilio el sacerdote se entendía a sí mismo como ministro del culto y su función tenía un claro reconocimiento social que se manifestaba también en distintas expresiones culturales, como el cine y la literatura. Todo esto daba mucha seguridad a quien se sentía llamado a este ministerio y ofrecía claros criterios de discernimiento a quien tenía la responsabilidad de decidir acerca de su aptitud. Hoy, e independientemente del escándalo del abuso de menores, todo ha cambiado. La nueva figura del sacerdote que se propone en los documentos del Concilio basada en estudios bíblicos e históricos rigurosos, y que tiene presente los cambios sociales que han tenido lugar en nuestro mundo, es la de un líder-siervo de la comunidad de creyentes.
Eucaristía de clausura del año sacerotal Plaza de San Pedro - 11 de junio 2010 |
El autor trata después el tema del celibato sacerdotal en un capítulo que lleva por título ‘amar como célibe’. Propone que para el equilibro psicológico y la madurez personal no sólo es necesario cuidar nuestra relación vertical trascendente con Dios, sino que también es necesario cultivar relaciones horizontales con personas cercanas, que deben ser íntimas y cálidas, aunque respetuosas del celibato que se ha prometido. Es decir, la madurez personal pasa por cultivar los dos polos de nuestras relaciones, el vertical con Dios y el horizontal con los demás, a través de relaciones íntimas con algunas personas. Esto, para el sacerdote heterosexual, significa tener relaciones íntimas con mujeres que no contradigan la esponsalidad' sacerdotal, pero que sí sacien la sed de intimidad con el otro sexo. Éste, quizás, es uno de los puntos del libro con el que muchos no se encontrarán de acuerdo. De hecho, se suele sostener que la relación trascendental con Dios bien cultivada por el célibe puede saciar plenamente su necesidad de relaciones íntimas y llevar hacia la deseada madurez psicológica. Sin embargo, es de recibo reconocer que cuando Dios da el gran y raro regalo de una relación íntima y cálida con una mujer, esto es extremadamente enriquecedor teniendo en cuenta la complementariedad natural entre los dos sexos. Este tipo de relaciones, para que favorezcan una vida auténticamente sacerdotal, al ser relaciones con un importante elemento sexual, marcadas por la ambigüedad de toda relación humana, sólo son posibles entre dos personas muy equilibradas y maduras. Hay experiencias eclesiales muy interesantes en este sentido, como l'opera dell'amore sacerdotale. El autor ofrece ejemplos de este tipo de relaciones. Muy interesante es la que mantuvieron el Beato Jordán de Sajonia , el segundo Maestro General de la Orden de Predicadores (poco antes fundada por santo Domingo), y la Beata Diana D'Andalo, la primera superiora de la monjas dominicas. Su intercambio epistolar es muy cálido e íntimo, casi erótico en ocasiones.
P. Pio da Pietralcina |
En el siguiente capítulo, titulado ‘enfrentando el inconsciente’, Cozzens habla de la necesidad que tiene el sacerdote de resolver el complejo edípico. No superarlo lleva a esas conductas que con frecuencia se observan en los presbíteros, como el clericalismo, el elitismo, la envidia, el querer ‘hacer carrera’, el legalismo, la competitividad desmesurada... La interpretación del complejo edípico utilizada por el autor y que él encuentra más útil es la icónica, que pone el acento en el deseo inconsciente de ser especial, de ser el centro del mundo, de ser el primero y más amado entre los hermanos, de poseer todo el poder y el conocimiento, algo que se puede poner fácilmente en relación con el pecado original. En la vida sacerdotal, este complejo se instaura y se manifiesta muchas veces en la relación con la Iglesia como madre, que sostiene y conforta pero a la vez exige y controla, y al obispo como padre, con el que se desea identificarse y a cuyos ojos se quiere ser especial. Fácilmente el sacerdote cede ante esta presión, y en vez de llegar a la madurez a través de una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, asume la ‘persona’ sacerdotal impuesta desde fuera, cayendo en un clericalismo artificial que muchas veces se refuerza premiándolo desde la institución. Aunque quizás este análisis es un poco simplista, ¿qué duda cabe de que muchas de estas conductas sí se dan entre sacerdotes y que los obispos deberían evitar fomentar con su actitud estos comportamientos infantiles?
El quinto capítulo del libro añade la aportación de la piscología de Jung y su importante concepto de arquetipo. Después de señalar lo importante que es que el sacerdote haga caso a ese sentimiento que a veces tiene de ‘que algo va mal’, sin taparlo con su activismo y las muchas cosas que tiene que hacer, trata de dos arquetipos importantes y relacionados con el sacerdocio: el del chamán y el del puer aeternus. Estos arquetipos se manifiestan internamente como una inclinación, una llamada a decidirse por el rol social correspondiente. En sí no son negativos, incluso pueden interpretarse como instrumentos de la gracia, pero hay que ser conscientes de ellos y de su carácter bipolar y el aspecto negativo que pueden implicar. El arquetipo del puer aeternus es el que puede crear más dificultad. Es el del niño eterno, cuyas características generales son un entusiasmo juvenil, una inocencia ‘virginal’, una inclinación natural hacia la religión y el rito, un encanto personal derivado de una cierta transparencia espiritual. La persona que se ajusta a este arquetipo corre el riesgo de permanecer un eterno adolescente y tener una excesiva dependencia de su madre. En estos casos puede incluso derivar hacia la homosexualidad o el donjuanismo (tendencia a tener múltiples relaciones cortas y superficiales sin compromiso).
P. Raniero Cantalamessa |
Cozzens centra mucho su reflexión sobre el ministerio sacerdotal en la función de ofrecer la Palabra y la tarea de predicar, que actualmente en muchos lugares se hace no sólo el domingo sino a diario. Esto implica personalmente al presbítero que tiene que confrontar su vida con la Palabra que anuncia y prepararse para administrarla con la oración, el estudio y el aprendizaje de las habilidades necesarias, como la creación de relatos y el uso de la imaginación. El ser ministros de la Palabra y la obligación de predicar se vuelven así el centro de la espiritualidad del sacerdote diocesano. Pero ser ministros de la Palabra no se limita sólo a la función formal de predicar y enseñar, sino incluye la misión de dar la palabra adecuada a quien la está buscando, palabra que es palabra que salva, Palabra de Dios, y que tiene que ser la justa en el momento correcto y dicha con amor no por miedo. Un sacerdote inmaduro, que no ha llegado a una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, incapaz de escuchar al que se le acerca, y más preocupado por mantener su ‘persona’ clerical, puede herir con su palabra más que sanar.
Cozzens no tiene miedo de afrontar el tema de la homosexualidad entre los sacerdotes, aún corriendo riesgos, aunque muchos lo quieran silenciar y otros piensen que el tratarlo es un claro síntoma de la homofobia de la Iglesia. Sin embargo, muchos están preocupadas por el elevado número de homosexuales entre el clero y los seminaristas. Una proporción adecuada, atendiendo a la proporción presente en la sociedad en general, sería entre el 5 y 10 %, pero la mayoría de las estimaciones la sitúan en un 50%. Uno de los problemas importantes que provoca esta alta proporción de homosexuales es la creación de una subcultura gay en muchos presbiterios y seminarios, que hacen sentir incómodo — aunque sea de modo inconsciente — al que es heterosexual. Cuestión distinta es la aptitud de un homosexual para ser sacerdote. El autor no toma en consideración lo que dice el Magisterio de la Iglesia que afirma que “la homosexualidad es incompatible con el sacerdocio” (Benedicto XVI, Luz del mundo, Barcelona, Herder, 2010, Barcelona; p. 161), sino cree que en principio un homosexual puede ser un buen sacerdote con tal que se tome el sacerdocio y el celibato en serio, y que aquél no sirva para encubrir y dar rienda suelta a sus inclinaciones, cosa que Cozzens ha constatado que se da en algunos ambientes.
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El capítulo ocho del libro, con el expresivo título ‘traicionando a nuestro jóvenes’, trata el doloroso y espinoso tema del abuso a menores. Cozzens hace notar algunos de los muchos aspectos que están implicados en esta cuestión, como los pocos datos fiables que comparan la frecuencia de estas conductas en sacerdotes y otros grupos de la población, o lo adecuada o no que ha sido la atención que se ha prestado a las víctimas, o la cuestión de si las diócesis han sabido resistirse a la tentación de anteponer la defensa de sus intereses y su imagen a la atención pastoral a la personas, sobre todo considerando las grandes sumas de dinero que se pedían como compensación. Pero la gran cuestión es saber si este problema es causado por la fragilidad psicológica y las patologías de un número reducido de sacerdote y obispos o tiene también una causa más ‘sistémica’, relacionada con la estructura misma de la Iglesia. En el primer caso, para evitar que se repitan estas conductas y consecuencias, bastaría con una mejor selección de los candidatos al sacerdocio, una más esmerada formación y unas estructuras diocesanas eficaces para abordar las denuncias y los casos que se den. Pero si lo segundo es verdad, habría que plantearse también cambios a nivel doctrinal, disciplinar, de funcionamiento y de comunicación de la Iglesia, entrando en cuestiones como la moral sexual, el celibato de los sacerdotes, el ejercicio del poder en la Iglesia, etc. El autor piensa que la Iglesia ha adoptado en estos temas una actitud defensiva que no ayuda a afrontar realmente la cuestión. Como Vicario para el Clero, Cozzens ha tenido que ocuparse de algunos de estos casos en su diócesis, y le ha sorprendido constatar como los curas que han estado implicados en este tipo de conductas muestran poca conciencia moral y sensibilidad en esta área de su comportamiento. También señala como la mayoría de los casos de abusos de menores se dan con chicos adolescentes (efebofilia) y no con niños, y la gran mayoría con adolescentes varones. Que este problema no sea nuevo en la historia de la Iglesia lo demuestra el caso de Julio III que fue Papa de 1550-1555. Este Pontífice provocó un gran escándalo al recoger un chico de 15 años de las calles de Parma y crearlo cardenal y Secretario de Estado.
Donald B. Cozzens articles.cnn.com |
Como se puede comprobar, un libro interesantísimo, que ofrece muchos temas para pensar y profundizar. Con todo, como dije al principio, no estoy de acuerdo con algunas de las afirmaciones del autor. Por ejemplo, creo que habría que hacer más hincapié en la centralidad de la Eucaristía en la vida del sacerdote, junto con ser ministro de la Palabra; o dar más espacio a la enseñanza del Magisterio reciente sobre la incompatibilidad de la homosexualidad con la vocación sacerdotal y los esfuerzas que se están haciendo y se deben hacer para ponerla en práctica; o la posibilidad de que un sacerdote sea santo y dé muchos frutos pastorales aunque psicológicamente inmaduro, ya que como dice el apóstol Pablo, ‘cuando soy débil es entonces cuando soy fuerte... para que se vea que esto viene de Dios y no de nosotros’. El autor al principio del libro, reiterándolo después, afirma que sus años de sacerdote lo han llevado a darse cuenta que el ministerio ordenado es realmente su vocación, ‘su verdad’, en el misterioso plan de Dios (p. xi). ¡Qué importante es que los sacerdotes lleguemos a esta certeza en nuestra vida sacerdotal!
Como conclusión a este resumen-crítica de este libro de Donald B. Cozzens sobre el sacerdocio, quiero citar una frase del autor que me parece muy significativa (la cito en inglés, traduciéndola después al castellano):
“Only a deep an integrated spiritually grounded in hard thinking and study offers any hope for successfully tending God’s word to people hungry for gospel freedom and holiness” (p. 139).
“Sólo una profunda e integrada espiritualidad, fundada en el estudio y en el esfuerzo intelectual serio, puede ofrecer esperanzas de dar exitosamente la Palabra de Dios a personas hambrientas de la santidad y libertad del evangelio.”
(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)
(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)
He buscado el artículo de portada que aparece en la imagen en el blog, lo de 'Le notti brave dei preti gay'. Lo encontré, lo leí y entendí que resultara tan sumamente escandaloso... Es una pena que estas personas tengan que vivir una doble vida. Y el problema en todo esto es la falta de autenticidad en sus vidas: a mí francamente me importa un comino que haya sacerdotes homosexuales e incluso que quieran vivir plenamente su sexualidad. Quiero decir, que por mi parte no tengo ningún inconveniente y no creo tampoco que tenga que estar reñido con un celo auténtico por extender el mensaje de Jesucristo. Creo que la única forma de ser testigos fieles de Jesucristo implica siempre ser también fiel a uno mismo. No se puede evangelizar desde la falsedad y la hipocresía. Con todo esto simplemente sale a la luz uno de los más serios problemas de la Iglesia: el moralismo extremo y deshumanizado que ve a las personas como reos y no como lo que son ante todo: seres humanos, frágiles y con una única naturaleza, que es humana y no divina. Lo que sobrepase esto y lleve al individuo a actuar de otra forma es puramente don de Dios y depende principalmente de Él. O al menos a día de hoy lo veo yo así.
ResponderEliminarPD: Por cierto, yo encuentro más que comprensible lo que dice Cozzens acerca de que los sacerdotes para alcanzar la madurez personal deben cultivar también amistades íntimas con personas sel sexo opuesto. Ante todo uno es humano y también las relaciones humanas le nutren, y estoy convencida además de que Dios puede actuar y servirse de esas personas cercanas para llegar a Él y para alcanzar también una madurez personal. Al fin y al cabo Dios se sirve de medios humanos y no se puede amar a Dios sin amar al hermano y estar cerca de él. Si no, creo que hay riesgo de caer en un misticismo vacío.
y ¿si se suprimiera el celibato dentro del culto católico, no se lograría dar una estabilidad afectiva y normalidad sexual a los sacerdotes?
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