Homilía 10 de abril 2011
V Domingo de Cuaresma (ciclo A)
Mosaico siglo V Basílica S. Apolinar Nuovo - Rávena |
Decían los Padres de la Iglesia, los grandes teólogos y pastores de los primeros siglos del cristianismo, como el Papa San León Magno, que las acciones de Cristo que leemos en el evangelio no son algo del pasado, sino que se repiten, se vuelven a hacer presentes para nosotros a través de los sacramentos de la Iglesia. Esto es así porque Jesucristo no es sólo un hombre verdadero, en todo igual a nosotros excepto en el pecado, que se conmueve y llora ante la muerte de un amigo, sino es también verdadero Dios, de modo que todo lo que hace tiene valor eterno, es siempre actual. Esto es muy claro en el pasaje del evangelio de hoy de la resurrección de Lázaro. Este acontecimiento, signo de la resurrección de Cristo, se repite para nosotros cuando el Señor se compadece y nos saca de nuestros sepulcros, nos desata las vendas que nos mantienen en la muerte y no nos dejan andar en una vida nueva. Esto tiene lugar de un modo muy concreto y real en los sacramentos de la Iglesia, sobre todo en el bautismo y la reconciliación.
El signo de la resurrección de Lázaro tiene dos significados, como indica el mismo Jesús a Marta cuando dice: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 9, 25-26). Por un lado, esta resurrección — aunque distinta, porque es un volver a la misma vida de antes — es anticipo de la resurrección de Jesús, que es el fundamento de nuestra esperanza en la resurrección futura. Resurrección que creemos y esperamos. Pero por el otro, la resurrección de Lázaro es signo del pasar de la muerte a la vida ya en esta vida, de salir de nuestra muerte espiritual, de abandonar el pecado y vivir en gracia de Dios.
Giotto Capilla de los Scrovegni -Padua |
Cuando estamos en esta situación de muerte espiritual, de lejanía de Dios, de estar metidos en nuestros sepulcros, de rechazar la voluntad de Dios, Jesús se compadece de nosotros, se estremece, solloza, llora como lloró por el amigo que amaba, y viene a la puerta de nuestra tumba y grita: “sal afuera”. El profeta Ezequiel en la primera lectura pone las siguientes palabras en boca de Dios: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel” (Ez 37, 12). Normalmente, cuando estamos en esta situación de muerte espiritual nos damos cuenta, aunque quizás no queramos reconocerlo; a veces, nos podemos hasta volver insolentes, contumaces, rebelarnos, no querer venir al Señor para que nos cure, casi preferimos permanecer en nuestro sepulcro. Otras veces no nos damos cuenta tan claramente, aunque si escuchásemos nuestra conciencia, esa voz interior de nuestro 'yo' auténtico, oiríamos que ‘algo no está bien’. Cuando estamos en esta situación de muerte y de oscuridad, de pecado, el Señor, gratuitamente, nos ofrece el perdón, nos resucita, para que caminemos en una vida nueva. Esto lo hace de un modo concreto y objetivo a través de los sacramentos de la Iglesia. Cuaresma es el tiempo en que los catecúmenos adultos se preparan para recibir el bautismo la noche de Pascua y en el que nosotros queremos reavivar nuestra iniciación cristiana y renovar las promesas bautismales. Cuaresma también es un tiempo muy indicado para celebrar el sacramento de la penitencia y reconciliarnos con Dios.
Piscina de hombres - Lourdes (1954) |
Hace unos días, leyendo un comentario a los textos de la misa de hoy en la publicación Magnificat, me encontré con la siguiente cita de Newman: “Cristo dio la vida al muerto a costa de su propia muerte”. El Señor nos saca de nuestros sepulcros, nos libra de la muerte, entrando Él mismo en la muerte, muriendo por nosotros, en nuestro lugar. Es lo que celebraremos dentro de muy poco en el Triduo Pascual. Hace también unos días, cenando con un matrimonio de la parroquia, me narraron una experiencia que me hizo entender con más profundidad las palabras del cardenal inglés. Me contó la mujer que había estado enferma de cáncer de piel y que fue con su marido y su madre al santuario de Lourdes. Allí con su madre se bañó en las piscinas y la madre al salir la abrazó muy fuerte, con lágrimas en los ojos, como nunca lo había hecho antes. Regresaron a Madrid y poco después ella se curó de su cáncer y, en cambio, a la madre le apareció un tumor en el hígado del que falleció poco tiempo después. Me preguntaba esta mujer si creía posible que su madre hubiese pedido a la Virgen en Lourdes que le quitara a su hija el cáncer y se lo diera a ella en su lugar. El modo como la madre la abrazó al salir de las piscinas le sugería eso. Yo le dije que lo que pidió su madre no podíamos saberlo, pero era probable que pidiera algo así visto el amor tan especial que tienen las madres por sus hijos; tampoco sabía yo si la Virgen haría caso de una tal petición, pero lo que sí sabía con certeza es que eso mismo es lo que hizo Jesús por nosotros. Se cargó con nuestros pecados, sufrió la muerte en nuestro lugar para liberarnos a nosotros de ella, para sacarnos de nuestros sepulcros, para liberarnos del cáncer del pecado haciéndose Él pecado por nosotros, como dice el apóstol Pablo.
Y la forma en que todo esto se vuelve real para nosotros, actual, presente, es a través de los sacramentos de la Iglesia, que manan del costado abierto de Cristo en la cruz. A través de ellos salimos de nuestras muertes y podemos caminar en una vida nueva ya ahora, en la espera de la resurrección final.
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