Homilía 8 de mayo 2011
III Domingo de Pascua (ciclo A)
Hace unos días, cenando en casa de un matrimonio joven de la parroquia para preparar una reunión de su grupo de matrimonios que iba a tratar el tema la resurrección del Señor y su significado para nuestra vida, Diego, el marido, me comentó: “Si de verdad creyéramos en la resurrección deberíamos pensar y vivir de forma muy distinta; no podríamos seguir viviendo como lo hacemos porque todo tendría un sentido distinto”. Tenía mucha razón y pocas veces lo había oído expresado con tanta claridad. Quizás sólo en la primera Carta a los Corintios de San Pablo, cuando afirma que si Jesús no ha resucitado nuestra fe es vana y seríamos los más desgraciados de todos los hombres al esforzarnos por vivir el mensaje de la cruz para nada, teniendo una esperanza que carece de todo fundamento. La resurrección de Jesús es la que llena de luz y sentido toda su vida anterior, sobre todo su muerte en la cruz, pero también su enseñanza, y la corrobora por Dios como verdadera y divina. La resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra esperanza en nuestra propia resurrección y en la vida eterna. Vivir un cristianismo sin resurrección, dudo que pueda ser posible. Al final no tiene sentido y se vendría abajo con la primera dificultad, con la primera cruz que el Señor permite.
Monasterio de S. Domingo de Silos Jesús aparece como peregrino compostelano |
Pero la resurrección de Jesús es un acontecimiento muy peculiar, de hecho único en la historia de la humanidad y por eso difícil de creer. Es un acontecimiento que tiene sus efectos en nuestra historia pero que la supera al formar parte de la esfera divina y de la vida futura. El cuerpo de Jesús resucitado que se aparece a los discípulos, aún siendo el mismo que el que fue crucificado, es un cuerpo glorioso que rebasa los límites espacio-temporales de nuestra vida ordinaria. Nosotros creemos en la resurrección no porque tengamos una experiencia directa de ella, sino gracias al testimonio interno del Espíritu y al externo de estos testigos privilegiados que presenciaron las apariciones y vieron la tumba vacía.
Uno de estos relatos de apariciones del Señor resucitado a sus discípulos es el que la liturgia de la Iglesia nos presenta hoy en el evangelio de este tercer domingo de Pascua. Es el exquisito relato de la aparición a los discípulos de Emaús. El evangelista Lucas, al narrarlo, aprovecha para darnos una catequesis sobre la vida de la Iglesia y la Eucaristía. De hecho, en este relato encontramos temas muy importantes para este evangelista como son el del camino, el de la fe como ver, y el de la hospitalidad. Estos dos discípulos se habían sentido defraudados por Jesús en quien habían puesto su esperanza como ‘futuro liberador de Israel’, y habían abandonado su camino. En esto se les une Jesús resucitado que les explica las Escrituras, enseñándoles como lo que ha pasado no es una casualidad sino que estaba escrito, era voluntad de Dios. Sin embargo, aunque les arda el corazón al oír al Resucitado explicar los textos bíblicos, ellos reconocerán plenamente al Señor sólo cuando hospedan a este misterioso desconocido, es decir, cuando ejercen la caridad. Al hacerlo se sienten perdonados y ven ya con claridad — surge en ellos la fe — y vuelven a Jerusalén para reunirse con los otros, seguir en el camino de Jesús y ser sus testigos.
Así nos pasa también a nosotros. Aunque no tengamos esas experiencias únicas que tuvieron esos primeros discípulos de encontrarse con Jesús resucitado, si experimentamos en la fe a Jesús presente cuando ejercemos la caridad, cuando aceptamos y vivimos la cruz. La Sagrada Escritura nos ayuda a conocer la voluntad de Dios y saber que sus caminos no son los nuestros, que sus planes son distintos, que lo que para el mundo es un fracaso y una derrota pare Dios puede ser una victoria. Y esto hace que arda nuestro corazón cuando ‘se nos abre a la inteligencia de la Escritura’ y del actuar de Dios en la historia de la humanidad y en nuestra propia vida. Así nos emocionamos cuando alguien nos explica las Escrituras y nos muestra como lo que nos pasa es voluntad de Dios y que nuestra vida esta ‘escondida con Cristo en Dios’.
En la Eucaristía se hace realidad todo esto. Los cristianos nos reunimos sobre todo el domingo, el día del Señor, el día de las apariciones del Resucitado, para escuchar la Palabra de Dios y oír su explicación por el ministro que actúa in persona Christi y partir juntos el pan.
El domingo pasado en la Plaza de San Pedro de Roma, Benedicto XVI en la homilía de la misa de beatificación de su predecesor Juan Pablo II, hablaba de la bienaventuranza de la fe, comentando el relato de la aparición de Jesús al apóstol Tomás, el incrédulo. “Dichosos los que crean sin haber visto”, dice solemnemente Jesús. Vamos a pedir al Señor a través de la intercesión de este nuevo gran beato, de Juan Pablo II, verdadera roca de la fe de la Iglesia, que experimentemos algo de esa bienaventuranza de la fe y que creamos de verdad que Jesús ha resucitado y vivamos consecuentemente.
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