martes, 14 de junio de 2011

El don del Espírito. Necesario para ser cristianos.


Homilía 12 de junio 2011
Domingo de Pentecostés (ciclo A)



                “Hermanos: Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”, acabamos de escuchar en la segunda lectura. Es el Espíritu que nos hace cristianos, nos hace aceptar la buena noticia del evangelio, nos hace reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios, al Mesías, al Señor. Más aún, es el Espíritu que transforma nuestra interioridad y nos da la vida nueva que nace de la Pascua; nos da los sentimientos de Cristo, nos hace entender sus enseñanzas y nos hace capaces de vivirlas.
                Hoy terminamos este tiempo pascual, cincuenta días después del domingo de resurrección, haciendo memoria de ese acontecimiento que tiene lugar el día de Pentecostés y que se nos narra en la primera lectura: el Espíritu Santo baja sobre unos apóstoles miedosos y los empuja a predicar con valentía la buena nueva a todos los pueblos. Sin este acontecimiento el misterio pascual hubiera permanecido incompleto. Dios habría enviado su Hijo único que se entrega por nuestra salvación pero esto quedaría como algo externo a nosotros, que no nos transforma, no nos salva. Es el Espíritu que trae a nosotros los frutos de la Pascua y nos cambia desde dentro, como convierte las especies eucarísticas en el cuerpo y la sangre del Señor.

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                Es paradójico que el Espíritu es ‘el gran desconocido’ y al mismos tiempo el más cercano a nosotros. Los teólogos hablan del Espíritu como una de las Personas divinas de la Santísima Trinidad, el vínculo de unión entre el Padre el Hijo, el amor que une a los Dos y que es Persona divina y se desborda saliendo de la Trinidad para llegar hasta nosotros, hasta nuestro corazón. La Escritura más que hablar de su naturaleza, su esencia, usa imágenes para describirnos sus efectos, lo que hace en nosotros y en la Iglesia. Así se nos dice que es viento, fuego, agua, paloma, etc.

Cuando sentimos lo difícil que es ser cristianos, vivir las enseñanzas de Jesús, perdonar a los que nos han ofendido, construir unidad en nuestro entorno, en nuestro matrimonio, en nuestra familia, en nuestra comunidad... cuando sentimos que nos falta fe, esperanza y caridad... cuando notamos que no tenemos paz y que nos sentimos culpables y lejos del Señor... entonces es el momento de pedir el don el Espíritu que el Señor promete a quien se lo pide con fe. “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” (Lc 11, 13).

La tradición de la Iglesia, partiendo de un texto de Isaías aplicado a Jesús (11, 1-2), habla de los siete dones del Espíritu, que son concreciones del único don que es el Espíritu mismo y que nos ayudan a entender su acción en nosotros: sabiduría — el gustar de las cosas de Dios; inteligencia — poder entender la Palabra de Dios y las verdades reveladas; consejo — saber tomar las decisiones importantes de nuestra vida y las de todos los días; fortaleza — poder mantenernos fieles y fuertes en el seguimiento del Señor; ciencia — saber ver y valorar las cosas del mundo según Dios; piedad — sentirnos hijos de Dios; temor de Dios — ser conscientes de la trascendencia de Dios y de que somos criaturas suyas.

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También nos enseña la tradición de la Iglesia los doce frutos del Espíritu, tomando como referencia un texto de San Pablo en su carta a los Gálatas, donde contrapone el hombre que se deja arrastrar por la ‘carne’, es decir, por la concupiscencia, el egoísmo y la soberbia, y el hombre que camina según el Espíritu. Las obras de la carne son conocidas y comprometen nuestra entrada en el Reino de Dios — divisiones, rivalidades, idolatría, envidias, fornicación, borracheras, etc. —mientras el que se deja guiar por el Espíritu produce el fruto del Espíritu en él y los demás, que es: amor, alegría, paz, paciencia, longanimidad, bondad; benignidad; mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad (en la traducción de la Vulgata). Estos doce frutos nos ayudan a discernir si nos estamos dejando guiar por el Espíritu o por la concupiscencia. Cuando se mira desde fuera una relación entre amigos y aún más claramente la vida de un matrimonio, es bastante fácil darse cuenta si es el Espíritu que está mandando o el egoísmo y la soberbia. Cuando somos nosotros los que estamos implicados en esa relación puede ser más difícil, pero es un ejercicio que tenemos que hacer, quizás con la ayuda de un director.

Pero tampoco podemos olvidar los carismas a los que alude la segunda lectura de hoy, que son los dones del Espíritu para la edificación de la comunidad. El Espíritu siempre está dando a los miembros de la Iglesia estas cualidades que los hacen aptos para ejercer diferentes servicios, pero distinta cuestión es si ponemos estos dones a servicio de los demás o si, como el de la parábola que escondió el talento, los guardamos para nosotros. Yo estoy seguro que aquí entre nosotros el Espíritu ha sido muy generoso y ha dispensado muchas cualidades que pueden ser puestas al servicio de la comunidad y de la Iglesia: el don de enseñar y transmitir la fe, de animar con el canto la liturgia, de encargarse de la economía parroquial, de los servicios asistenciales y de caridad, de la catequesis, y quizás otros que superan el ámbito de la comunidad y están relacionados con la sociedad civil. Estos dones tenemos que utilizarlos con generosidad y sin falsa humildad para el bien de la Iglesia y la humanidad. Los carismas, a diferencia de los dones del Espíritu y los frutos de los que hablábamos antes, son dados gratuitamente no para uno mismos sino para los demás.

Pidamos hoy al Padre bueno, con la intercesión de María que se reunía en el cenáculo con los Apóstoles para rezar, el don del Espíritu, para que podamos ser cristianos y sentirnos y vivir como hijos suyos.

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