Homilía 3 de julio 2011
XIV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Santo Tomás, apóstol
Cerro de los Ángeles |
El viernes pasado, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, fui al Cerro de los Ángeles con un matrimonio de la parroquia para celebrar esta fiesta, que este año coincidía con el primer viernes de mes y con la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor, que se conmemoraba antes el uno de julio. Javier, el marido, hizo que prestara atención a una frase esculpida en la fachada de la cripta debajo del monumento al Sagrado Corazón, que es la misma frase del evangelio de hoy pero en una versión algo distinta, una traducción literalmente más cercana al original griego: “Venid a mí todos los que trabajáis y vivís agobiados que yo os aliviaré”. Estas palabras esculpidas en piedra y algo distintas de las habituales me hicieron caer en la cuenta, como pasa con frecuencia cuando algo es diferente a lo esperado, de su importancia y el consuelo que nos pueden dar.
Es verdad que estamos cansados y agobiados, fatigados y sobrepasados, por muchas cosas y circunstancias, por nuestras responsabilidades y por nuestros miedos, por los compromisos asumidos, por el trabajo o el estudio, por las dificultades en nuestra familia o con nuestros amigos, por la falta de dinero o por el miedo a que nos falte, por las cosas que tenemos que hacer o que creemos que tenemos que hacer…
También la religión muchas veces, en vez ser motivo de paz, consuelo y liberación, se vuelve causa de angustia y preocupación, sobre todo cuando se vive como deber —como cumplimiento obligado — y con miedo. Así la vivían aquellos a los que se dirige Jesús en el evangelio de hoy, que la sentían como un carga pesada y un yugo imposible de llevar, con sus muchas leyes que había que cumplir para estar a bien con Dios. Jesús se dirige a ellos y les invita a cargar con su yugo que sí es llevadero y con su carga que es ligera. Jesús nos trae la nueva alianza, una nueva forma de relacionarnos con Dios, como hijos y no como esclavos. En el signo que hace en las bodas de Caná nos muestra esto, al cambiar el agua que servía para cumplir con los ritos de la antigua alianza en el vino bueno de la nueva, vino que representa el Espíritu que es la nueva de ley de los cristianos y que derrame en nuestros corazones el amor de Dios. Jesús nos dice en este evangelio tan importante para penetrar en su conciencia más íntima, que Él es el Hijo y que ‘nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’. Como es el Hijo nos revela al Padre, nos muestra su amor misericordioso, y nos da su Espíritu para que vivamos como hijos nosotros también. En esto consiste esa carga ligera y yugo llevadero que nos ofrece y que sustituye a las tantas leyes del judaísmo. Pero también sustituye a las tantas leyes que surgen en cualquier religión cuando ésta se desvirtúa y se vuelve una religión del cumplimento y del deber, y sustituye también las tantas normas que nos autoimponemos para sentirnos bien y que en cambio nos esclavizan. ¡Qué daño nos puede hacer una autoexigencia excesiva impulsada por un complejo de culpa o una ambición desmesurad! ¡Cómo nos puede agobiar!
Lo que de verdad nos alivia, el agua viva que calma nuestra sed que parece insaciable, es el amor de Dios que se nos revela y hace presente en el corazón humano de Jesús. Debemos beber de esta fuente inagotable, recostar nuestra cabeza en su pecho humano-divino como hizo el apóstol Juan en la Ultima Cena, descansar en Él. En cuanto lo hagamos con fe, con la sencillez de los pequeños a los que Dios revela los secretos del Reino, con un corazón manso y humilde como el de Jesús, experimentaremos como nuestras preocupaciones y miedos se diluyen y nos inunda una paz que el mundo no nos puede dar.
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Es lo que experimentamos también en momentos intensos de de oración. Con el mismo matrimonio con el que fui el viernes al Cerro de los Ángeles, participé el sábado en la Asamblea Nacional de la Renovación Carismática Católica en Madrid. Cuando al terminar el momento de adoración eucarística el ostensorio con el Santísimo pasó por en medio de la asamblea, como hace más de 2000 años pasaba Jesús por los caminos de Tierra Santa sanando y liberando, pudimos sentir ese alivio que sólo el Señor puede dar. Pudimos descansar en Él, dejando que Dios fuera Dios, como cantábamos en ese momento, reconociendo nuestra verdad y aprendiendo a ser humildes. ¡Cómo nos quita la paz nuestra soberbia y el creernos más de los que somos!
Caravaggio (1602) |
Hoy celebramos también la fiesta de santo Tomás, el apóstol incrédulo que tuvo la dicha de palpar con su dedo el costado abierto de Jesús, de donde salió sangre y agua, de donde se derramó sobre todos nosotros el amor de Dios, de donde surgió la Iglesia con sus sacramentos. Cuando lo hizo exclamó: “Señor mío y Dios mío”, una plena profesión de fe. Desde ese momento su vida cambió por completo: encontró la paz que andaba buscando, la verdadera vida que anhelaba, y se hizo testigo de la buena noticia; según la tradición llegó hasta la India para evangelizar. Pero Jesús proclama dichosos, a diferencia de Tomás, a los que creen sin haber visto, es decir, a nosotros que creemos en el amor de Dios y queremos beber con fe de las fuentes del Salvador para encontrar nuestro alivio y descanso.
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