Reflexiones a partir de las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (ciclo A)
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El domingo pasado me encontraba en la bella ciudad de Santa Cruz de Tenerife, capital de esa isla. Había ido con mi madre para celebrar una boda de una pariente que tuvo lugar la tarde anterior. Esa mañana de domingo quería ir a misa y asistir como un fiel más, sin tener que concelebrar y mucho menos que dar el sermón. Como ya expliqué, esto lo suelo hacer cuando puedo en vacaciones, y me permite vivir de una forma distinta, quizás más íntima y personal, la celebración. Parafraseando a san Agustín, se podría decir que la vivo más ‘como cristiano con los demás, que como sacerdote para los demás’.
Ese domingo por la mañana pedí consejo a la pariente de mi madre que nos había acogido en su casa para esos días, Rosarito, persona muy querida y muy practicante, para que nos dijera donde podíamos ir. Nos aconsejó la Iglesia parroquial donde ella iba, muy cerca de su casa, al lado de la Rambla Pulido, por donde pasa el tranvía que une Santa Cruz a La laguna, en la que se celebraría misa a las 11:30. Era la Iglesia de Santa María Auxiliadora, cuyo joven párroco — que no es salesiano a diferencia de los que el título de la Iglesia podría sugerir— había sido rector del Seminario diocesano. Ya al entrar en la Iglesia y percibir el ambiente de la celebración y de la asamblea, me di cuenta de que era una comunidad con mucha vida cristiana. Los cantos que animaba el coro de jóvenes y los distintos ministerios laicales que se ejercieron en la celebración, como el de lector y de ministro extraordinario de la Eucaristía, daban prueba de ello. Es una de esas tantas parroquias de barrio a las que no se suele ir cuando se visita una ciudad, pero que son aquellas por donde pasa la verdadera vida de la Iglesia y donde se siente su pulso y las que hacen más comprensible el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid. De hecho, al final de la celebración, dos jóvenes dieron su testimonio conmovedor de lo que para ellos significó esa experiencia.
Tranvía psasando por la Rambla Pulido (Santa Cruz de Tenerife) |
Las lecturas de la Misa hacían referencia al tema del perdón, sobre todo el evangelio, que, en continuidad con el del domingo anterior sobre la corrección fraterna, señala esta disposición como fundamental para la vida en comunidad de los creyentes. Una disposición a perdonar que no se asienta sobre el sentimiento humano sino sobre la gracia de la reconciliación con Dios, como muy bien se sugiere en la oración final de la Misa. En el evangelio Jesús explica esto utilizando la parábola del servidor inexorable que no perdona a un compañero una cantidad ridícula respecto a la que su amo le había amnistiado a él. El párroco con muy buen hacer, expuso en su homilía el sentido de estos textos sagrados y los aplicó a la vida cotidiana de sus fieles. Interesante fue su consideración de que muchas veces en la vida nos inventamos las ofensas y nos sentimos molestos con personas que nada tienen que ver con lo que equivocadamente nos imaginamos que nos han hecho.
Lo que hizo el párroco fue lo correcto, lo que habríamos intentado hacer con más o menos acierto cualquiera de nosotros con esa responsabilidad, es decir, hablar del perdón que era el mensaje central de la Palabra de Dios del domingo. Sin embargo, al no tener que dar yo el sermón, tuve la posibilidad de considerar otros aspectos de los textos proclamados que también son importantes y que no se suelen comentar.
Así, al escuchar el evangelio, me impactó la reacción del señor de la parábola al enterarse de que su criado no había tenido compasión con su compañero. Se dice que el señor se “indignó”. Es una palabra que está muy de moda y pensé que si la consideramos a la luz de la Escritura podríamos llegar a una comprensión más profunda de ella.
Es verdad que hay que tener mucho cuidado a la hora de interpretar las parábolas de Jesús para no hacer que digan lo que no pretenden y lo que nosotros deseamos. Las parábolas suelen tener un mensaje global, como la moraleja de un cuento, y no es correcto fijarse en cada elemento de ellas por separado, lo que en términos técnicos llamaríamos una interpretación alegórica. No obstante, a veces se pone en los labios del mismo Jesús una interpretación alegórica de una parábola que Él mismo había contado poco antes, como en la del sembrador, y los Padres de la Iglesia utilizaban frecuentemente esta forma de entender las parábolas, y no debemos olvidar que la Palabra de Dios es de Dios y tiene una riqueza de significado inagotable, lo que permite mucha libertad a la hora de interpretarla. De este modo, no es descabellado pensar que el señor del criado de esta parábola es Dios mismo, como también pensamos que lo es el padre de la parábola del hijo pródigo. Así esta parábola nos viene a decir que Dios también se indigna. Pero, ¿por qué se indigna? ¿Qué es lo que hace indignar a Dios?
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El sustantivo de la palabra que se utiliza en el texto original griego es οργή (orgé). Se suele traducir como rabia, enfado, cólera, indignación, etc. A los que nos gusta ‘escrudiñar la Escritura pensando que en ella encontramos la vida eterna’ como dice Jesús de los judíos en el evangelio de Juan (Jn 5, 39), cuando nos topamos con una palabra que queremos estudiar y entender mejor, lo que solemos hacer es encontrar otras ocasiones en las que aparece en el texto sagrado. Pare ello usamos una Concordancia bíblica. Así podemos constatar que la palabra en cuestión sale varias veces en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Limitándonos a este último y a las veces en que se aplica a Dios y no al hombre, quiero reseñar sólo dos de tales ocasiones que me parecen esclarecedoras:
En el evangelio de Mateo (22, 1-14) y en el de Lucas (14,15-24) encontramos la parábola del banquete de bodas o de la gran cena, respectivamente. Cuando los criados vuelven al rey o al dueño de casa para decirle que los invitados han rechazado la invitación, él se “indigna”.
En el evangelio de Marcos cuando Jesús pregunta a los que estaban en la sinagoga lo que se podía hacer en sábado, “lo bueno o lo malo, salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir” y los presentes no contestan guardando silencio, estando allí para tener de qué acusarle, Jesús echa “en torno una mirada de ira [met’orgês] dolido por la dureza de su corazón” (Mc 3, 5).
Ciñéndonos a estos textos podemos decir que Dios sí se indigna. La ira de Dios es un tema central no sólo del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo: “El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida; sino que la ira [orge] de Dios pesa sobre él” (Jn 3, 36). Dios tiene ira y esto no es un lenguaje meramente metafórico o mítico o antropomórfico, sino que nos dice algo del ser y el actuar de Dios. Algo quizás difícil de entender, sobre todo para nuestra mentalidad moderna, y algo para lo que nuestras categorías y experiencia humana no son del todo adecuadas. Pero es algo real que se refiere a Dios y que nos revela la Escritura y que nos puede ayudar a entender mejor lo que es una ‘justa’ indignación. Es algo que quizás más que comprender racionalmente podemos descubrir veladamente a la luz de la fe ante ese misterio insondable de la santidad de Dios y el pecado del hombre. (Si se quiere profundizar más en este apasionante tema de la ira de Dios se puede consultar la excelente entrada sobre la Ira en el Vocabulario de Teología Bíblica de X. León-Dufour: ir)
También ciñéndonos a estos textos bíblicos podemos decir algo de los motivos por los que Dios se indigna: por la injustica, por la falta de compasión, por el no querer aceptar su invitación a entrar en el reino, por la contumacia en no querer aceptar la verdad.
Pero, ¿qué hace Dios cuando se indigna? ¿Se comporta como nosotros? ¿Da rienda suelta a su ira?
Cruz imperial de Rheinfelden |
No es casualidad que la proclamación de esta parábola en la Liturgia de la Iglesia ha precedido de poco la celebración de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz, que también es la fiesta religiosa principal de Santa Cruz de Tenerife, aunque en esta ciudad se celebre en mayo. Cuando contemplamos la cruz con fe, vislumbramos algo del ‘pathos’, de la ‘pasión’, del sentir de Dios. Descubrimos algo del misterio del amor, de la misericordia divina, pero también de su ira, de la gravedad del pecado, de su indignación. Pero lo verdaderamente asombroso es que Dios ha querido hacer a su Hijo ‘maldición’ por nosotros, para darnos la salvación, para liberarnos de la ira. Aparentemente su indignación, su ira, se dirigen contra su único Hijo. Éste es el gran misterio de la cruz, donde se nos revela un amor que supera con creces las exigencias de la justicia, sin ‘puentearlas’ o violarlas, y a la vez se nos manifiesta en toda su extensión la gravedad del pecado del hombre. Este es el lugar para descubrir cómo y por qué Dios se indigna y qué es lo que hace cuando está indignado.
Sin duda que esta es una magnífica reflexión sobre la ira de Dios y esa indignación por motivos como la injusticia o la falta de compasión, pero si intentamos entender esta relación de Dios con el hombre como un vínculo filio paternal entre un padre y su hijo, la palabra ira nos llega a transmitir incluso dolor, ese dolor que puede sentir un padre no porque el hijo haga las cosas mal sino porque sabe que si las hiciese bien la vida le iría mejor. Se quiere siempre lo mejor para los hijos y no hay duda de que con sus errores, los padres sufren. Y Dios, nuestro Padre, no puede ser menos. Esta es mi reflexión. Dios se indigna, sí, pero no como nosotros, los hombres. Dios sabe de nuestras limitaciones y de nuestros pecados; por eso creó el perdón; esa gracia de reconciliación con Dios. Lo que le indigna es que no tengamos propósito de enmienda y busquemos y desemos ser mejores con nosotros, porque Dios sabe que nos iría mejor.
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