Homilía 16 de octubre 2011
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
La bella película La Ciudad de la Alegría termina con una frase muy elocuente: “los dioses no nos han puesto las cosas demasiado fáciles a los hombres”. Y así lo sentimos muchas veces, en diversas circunstancias de la vida, cuando, por ejemplo, nos tenemos que esforzar mucho para cumplir con nuestras obligaciones, o cuando experimentamos conflictos entre realidades que piden nuestra adhesión, nuestro tiempo y energía, nuestra fidelidad y que aparentemente son incompatibles. Muchos padres tienen grandes dificultades a la hora de conciliar trabajo y familia y otros se sienten abrumados por lo difícil que es mantener la familia unida o ganar lo suficiente para ofrecer una vida digna a sus hijos. A veces este conflicto es más profundo y tiene que ver con nuestra adhesión, nuestra fidelidad, a Dios, y nuestro trato con las cosas del mundo, lo que tenemos que hacer para vivir en sociedad. Este es el contexto para entender la respuesta de Jesús a los fariseos y herodianos del evangelio de hoy, respuesta que ha tenido una enorme resonancia y está en la base del ordenamiento jurídico de nuestra sociedades occidentales, con la separación entre Iglesia y Estado, entre religión y política. “Dad al César lo que es del César y a Dios que es de Dios”, indica que hay un ámbito del César, con sus propias leyes y su autonomía, que hay que respetar en la medida en que esas leyes sean justas, y otro ámbito que es el de Dios, también con sus normas y exigencias. Sin embargo, estos dos ámbitos no están en el mismo nivel, no compiten en el mismo plano. Lo que tiene que ver con Dios está en un plano infinitamente superior y es absoluto y normativo respecto a todo lo demás.
Más allá del ingenio del Jesús para no caer en la trampa que le tienden y de la originalidad de su respuesta, está el hecho de que el Señor indica con su sentencia la forma de solucionar el dilema entre Dios y el César, y haciendo esto nos señala también la forma de resolver conflictos parecidos que con frecuencia se presentan en nuestra vida personal y social. Lo que hay que hacer es colocarse en un nivel de análisis superior a aquel en que el que le plantean la cuestión los fariseos y herodianos. Para ellos los dos ámbitos son incompatibles: o se es fiel a Dios y su soberanía sobre el pueblo, o se es fiel al emperador reconociendo su poder temporal. Pero para Jesús ‘su reino no es de este mundo’, se puede a la vez dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Entre el mundo y Dios hay una clara distinción que hay que respetar y mantener, aunque no una separación. El mundo tiene su autonomía su consistencia y sus propias leyes, aunque su fundamento último es Dios que le da el ser y actúa en él con su providencia, como muestra la primera lectura de hoy. Ciro, rey de Persia, aunque no era judío, es elegido por Dios como instrumento para hacer posible el regreso del pueblo de Israel a su tierra después del exilio. Ciro no lo hace a sabiendas, pero aún así es instrumento de Dios para llevar a cabo su plan de salvación.
san Benito y santa Escolástica "Nihil amori Christi praeponere" |
La repuesta de Jesús a los herodianos y fariseos nos pone en guardia contra dos peligros que siguen estando presentes en nuestras sociedades del tercer milenio. Por un lado, a veces la religión intenta ocupar el lugar que es propio del César proponiendo una teocracia asfixiante que no respeta la autonomía de lo civil y lo quiere controlar directamente todo. Pero, por otro lado, no es raro que el Estado quiera usurpar el lugar de Dios y exija una adhesión absoluta que sólo debemos al Señor. Este peligro no es tan remoto como puede parecer. Está presente cada vez que el Estado pretende que sus leyes están por encima de todo lo demás y que no existe una instancia superior que las pueda juzgar. Algunas legislaciones sobre el aborto que no permiten ni siquiera el justo ejercicio de la objeción de conciencia van en esta dirección. En relación con esto, no es de extrañar que el siglo XX haya sido un siglo de mártires, que son aquellos que ante el conflicto entre Dios y el César, cuando éste intenta ocupar el lugar que le corresponde a aquél, como en las ideologías del siglo pasado, se deciden por Dios a costa de su vida, y son testigos con su muerte de la fe en la resurrección y en el justo juicio de Dios que es el verdadero y último árbitro de todas las cosas.
Pidamos al Señor que nos ayude a conciliar lo divino y lo humano en nuestra vida personal y social; el mundo, la sociedad, con sus justas exigencias y nuestros deberes religiosos, sabiendo siempre lo que viene antes y “sin anteponer nada al amor de Cristo” como decía san Benito.
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