Homilía 27 de noviembre 2011
I Domingo de Adviento (ciclo B)
Paso del Mar Rojo |
Hay momentos en nuestra vida en los que pedimos a gritos una intervención de Dios; momentos en los que sentimos que sólo Dios nos puede salvar y sacar de la situación en la que nos encontramos. Humanamente no vemos salida, pero confiamos en el Señor que ya en otras ocasiones ha intervenido y se ha mostrado poderoso y nos ha sacado de la fosa profunda. Al haber experimentado esto en el pasado, recordamos estas intervenciones del Señor, hacemos memoria de ellas, para darnos esperanza en la situación presente de que el Señor, que es fiel, volverá a mostrar su brazo poderosos y sacarnos de la red que en la que estamos atrapados. Puede que nos demos cuenta que hemos sido nosotros mismos con nuestras males acciones y nuestros pecados los que nos hemos enredado, pero pedimos al Señor que nos perdone, que no lo tenga en cuenta, que se acuerde de que es Padre y venga a liberarnos.
Ésta también es la situación en la que se encuentra el orante de la primera lectura de hoy. La ciudad santa y el templo están destruidos, parece que todo está perdido, que no hay salida; la única esperanza es que Dios mismo intervenga y salve a su pueblo como ya hizo en el pasado. “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” grita el profeta, que se lamenta con Dios por haber permitido esta situación — “endureces nuestro corazón para que no te tema” —, pero le recuerda que es Padre y que ya en el pasado ha hechos grandes cosas en favor de su pueblo. Es un Dios que hace “tanto por el que espera en Él”, un Dios que ‘sale al encuentro de quien practica con alegría la justicia’.
Ésta también es la actitud que la Iglesia nos invita a renovar en el tiempo litúrgico de Adviento que empezamos hoy. Tanto nosotros mismos como la humanidad entera necesitamos que el Señor venga a salvarnos. Puede que a veces no sintamos esto con mucha urgencia, pero hay otros momentos en que vemos claramente que sólo del Señor puede venir la salvación. “Sólo un Dios nos puede salvar”, como afirmaba Heidegger. Sí, la ciencia y la tecnología pueden ayudar mucho a que tengamos una calidad de vida mejor, el compromiso humano por la justicia social también puede y debe producir mejores condiciones de vida para la humanidad en su conjunto, la nueva sensibilidad ecológica puede y debe hacer que cuidemos mejor de la naturaleza que nos ha sido confiada, pero al final sabemos que sólo Dios puede salvarnos de determinadas situaciones y darnos también la vida eterna que anhelamos. Entonces hacemos nuestro el grito del profeta: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!”. Este el grito de la Iglesia, de la Esposa, en este tiempo de Adviento. “¡Ven, Señor Jesús! ¡Maranathá!” ¡Ven a salvarnos!
Nuestra esperanza de que el Señor vendrá a salvarnos tiene un fundamento sólido y es que ya vino en el pasado. Vino hace más de dos mil años. Vino en pobreza y debilidad para mostrarnos que no debemos tener miedo de Él. Vino y murió en la cruz para mostrarnos lo mucho que nos quiere. Vino y nos enseñó con sus palabras y su ejemplo el camino para vivir una vida digna de hijos de Dios. Prepararnos estas cuatro semana para celebrar la primera venida del Señor en la carne significa también aprender a vivir toda nuestra vida esperando confiadamente la salvación de Dios, ya que Él es Padre. Y la mejor forma de vivir esta espera es ‘practicando la justicia con alegría’, como dice el profeta Isaías en la primera lectura.
La virtud teologal de la esperanza es fundamental en la vida cristiana. En el Código de Derecho Canónico antiguo, de 1917, se prohibía celebrar en las iglesias las exequias de los que habían cometido suicidio. Esto hoy puede que nos perezca duro e injusto, ya que es anticiparse al juicio que compete sólo a Dios y tampoco no sabemos la libertad real que tenía la persona en el momento de cometer el acto, ni si se arrepintió en el último momento; de hecho, en el nuevo Código de 1983 ya no se hace mención del suicidio. Sin embargo, esta norma tenía su sentido. Entre ellas, está el hecho de quien se suicida realiza un acto claro de desesperanza, lo que choca directamente con lo que significa ser cristiano y ejercer las virtudes teologales que nos han sido dadas. El cristiano tiene esperanza porque confía en Dios y su promesa y sabe que es Padre, que quiere a su criatura y no la abandona.
Basílica de Santa María la Mayor |
Antiguamente, en Roma, los cristianos empezaban este tiempo de Adviento reuniéndose —haciendo estación, como se dice — en la Basílica de Santa María la Mayor. Se ponían así bajo la protección de María para empezar bien este tiempo. María es una de las figuras centrales del Adviento. Ella estaba entre los pobres de Yahvé que esperaban la salvación de Dios, ella es la Virgen de la Esperanza, de la expectación, cuya fiesta señala el comienzo de las últimos días de preparación a la Navidad con el canto de las antífonas ‘O’. María creyó en el Señor que cumpliría sus promesas, como dice de ella su prima Isabel. Nos ponemos también nosotros bajo su cuidado maternal para vivir bien este tiempo y aprender a esperar en Dios que cumple sus promesas y vendrá a salvarnos.
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