Homilía 11 de diciembre 2011
III Domingo de Adviento (ciclo B)
El jueves vi una película que no me pareció muy buena y que, sin embargo, ganó en 2010 el León de Oro en el Festival de Venecia a la mejor película. Es verdad que la directora, Sofía Coppola, es muy conocida no sólo por su padre Francis Ford Coppola, sino también porque ha rodado películas buenas en el pasado, entre ellas una excepcional como Lost in Translation. La película que vi el jueves se titula Somewhere, ‘En algún lugar’ sería la traducción del título en castellano. Trata de un hombre, un actor de cine de mucho éxito, con una vida llena de excesos, que vive en un hotel muy conocido de Hollywood y conduce un Ferrari. A causa de la relación con su hija, fruto de un matrimonio fracasado, empieza a enfrentarse con la realidad y a preguntarse dónde se encuentra en su vida, quién es él y hacia dónde va, y estas preguntas sin respuesta hacen que se derrumbe entre lágrimas.
Todos compartimos con mayor o menor intensidad estas preguntas que en algún momento de nuestra vida nos asaltan y para que las que muchas veces no tenemos una respuesta clara: ¿Quién soy? ¿En qué lugar me encuentro de mi vida? ¿Qué estoy haciendo de ella? ¿Qué camino debo tomar? Muchos psicólogos pensamos que este tipo de interrogantes está relacionado con la mitad de la vida y con lo que se ha venido a llamar la ‘crisis de los 40’, que es una crisis de sentido.
Esta pregunta es también la que le hacen los sacerdotes y levitas enviados por los judíos desde Jerusalén a Juan el Bautista: ¿Tú quién eres? Juan contesta sabiendo muy bien quién es. No se deja encasillar en los estereotipos, en los esquemas mentales de los que le hacían la pregunta: no es ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Juan conoce la voluntad de Dios sobre él, su misión en la vida, sabe el lugar que Dios le ha asignado. Probablemente lo ha descubierto en la soledad del desierto y a través de la oración, leyendo los libros sagrados. Por eso responde a los enviados citando un texto del profeta Isaías que indica lo que él es: “Yo soy la voz que grita en el desierto. Allanad el camino del Señor”.
También Jesús en cuanto hombre va descubriendo y profundizando en su vocación a través de la oración y de la lectura de la Sagrada Escritura del pueblo de Israel. Seguramente meditó muchas veces ese texto del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”. El Señor entendió que este texto se refería a él y que describía su misión. Por eso en Nazaret, su pueblo, al comienzo de su vida pública, un sábado entra en la sinagoga y se hace entregar el volumen del profeta Isaías, lee este texto y dice que en ese momento se cumplía lo que estaba escrito. Él era el ungido por el Espíritu del que habla el profeta, el que tiene el Espíritu del Señor y es enviado a anunciar la buena noticia a los que sufren.
Cuando la preguntas sobre ‘¿quién soy?’, ¿en qué lugar me encuentro? ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿hacia dónde tengo que ir? nos asaltan e inquietan, los cristianos debemos enfrentarnos a ellas como hicieron san Juan Bautista y Jesús. No basta contestar con criterios mundanos, que hacen referencia a lo material, a la profesión, a lo que poseemos, a los títulos académicos que tenemos, al prestigio social, al poder que podemos ejercer... Somos mucho más que esto. Los cristianos tenemos que ver y juzgar nuestra vida y entenderla a partir de Dios. Para Dios, lo que es un fracaso puede ser una victoria y viceversa. Para Dios lo importante es que cumplamos su voluntad y que estemos en el sitio que Él nos ha asignado, que puede ser distinto del que nos gustaría cuando nos dejamos guiar por estereotipos y expectativas de los demás. Puede también que implique saber cargar con la cruz de cada día. Pero este es nuestro lugar en que encontraremos la paz y la alegría verdadera que buscamos.
De hecho, la alegría, a la que nos invita este tercer domingo de Adviento, el domingo Gaudete, no es mundana, no viene del mundo, de que nos vayan bien las cosas según sus esquemas y criterios. Es una alegría cuya fuente es Dios y deriva de estar en paz con Él, cumpliendo su voluntad y estando donde Él quiere que estemos. Es una alegría que nace de saberse hijos muy amados de Dios que están en su casa y reconocen esta gracia, a diferencia del hermano de la parábola del Padre misericordioso que tiene envidia del menor. Sería bueno que de vez en cuando hiciéramos los cristianos el propósito de estar alegres, prometiéndoselo al Señor, para no dejarnos vencer por la tristeza del mundo que tanto nos asecha. Me contaron hace tiempo que el conocido obispo Helder Cámara hacía en este domingo de Adviento y en el domingo Laetare de Cuaresma el voto de estar siempre alegre.
San Juan Bautista - Caravaggio 1599-1600 Roma, Musei Capitolini |
Es verdad que a veces es difícil encontrar la propia vocación, lo que Dios quiere para nuestra vida, su voluntad, el sitio que nos tiene asignado en el mundo y en su plan de salvación. San Juan Bautista y Jesús lo fueron descubriendo a través de la soledad y el silencio, la oración intensa y la lectura de los textos sagrados del pueblo elegido. Éste es el camino también para nosotros. Los Ejercicios de San Ignacio de Loyola, por ejemplo, son quizás el mejor instrumento que ofrece la tradición de la Iglesia para discernir la voluntad de Dios, lo que Dios quiere de nosotros y así enderezar nuestra vida. Se hacen en silencio, meditando la Palabra de Dios y los misterios de la vida del Señor y con tempos intensos y repetidos de oración. Quizás nosotros no podamos dedicar todo un mes a hacer estos Ejercicios, pero sí podemos encontrar la forma de separarnos de los que nos distrae, de orar intensamente al Padre para que nos ilumine y de leer la Escritura. Si hacemos esto, poco a poco empezaremos a oír la voz de Dios que habla en el silencio y a discernir su voluntad. Por eso, también en Adviento se habla tanto de desierto. Juan bautizaba en el desierto y era la ‘voz que grita en el desierto’. Para oírla, había que desplazarse de la comodidad y seguridad que daba estar en Jerusalén, lo que no quisieron hacer los judíos que enviaron emisarios para interrogar al Bautista.
En el evangelio de Juan, el Bautista es presentado como ‘testigo de la luz’. Él tiene que señalar a Uno que no conocen pero que está en medio de ellos, que viene detrás de él, pero que existe desde antes, y que tiene una dignidad tal que Juan no es digno de hacer con Él ni lo que hacen los esclavos con sus amos, desatar sus sandalias. Cuesta entender que haya alguien tan grande, que sea la misma luz, con una dignidad enorme, que está en medio de nosotros pero que no lo conocemos. De ahí la necesidad y la función de los testigos: señalar a Dios presente. Ésta también es una tarea que tenemos los cristianos en un mundo como el nuestro donde parece haber una eclipse de Dios. Pero Dios está presente aunque no percibamos su presencia y lleva adelante su plan de salvación y nosotros somos testigos e instrumentos de ello. Una forma de ser testigos de la presencia de Dios en el mundo y de su victoria sobre el mal es a través de la alegría cristiana, alegría que nace de estar en paz con Dios.
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