Homilía Domingo 27 de
mayo 2012
Solemnidad de Pentecostés
Día de la Acción Católica y del Apostolado seglar
Pentecostés - Giotto (ca. 1305) Capilla Scrovegni - Padua (Italia) |
En nuestra vida nos damos
fácilmente cuenta que para ser verdaderamente cristianos, para poner en
práctica las enseñanza de Jesús, para vivir según las bienaventuranzas que son
el retrato del auténtico discípulo del Señor que ha conformado su vida a la
suya, necesitamos una ‘fuerza que viene de lo alto’. Dejados a nosotros mismos,
por mucho fondo bueno que tengamos, prevalecen las tendencias egoístas y
hedonistas, la búsqueda del placer material inmediato solo para nosotros, el
ponernos por encima de los demás, el ser instrumentos de discordia y desunión,
la depresión y la tristeza. Es lo que en la doctrina de la Iglesia se conoce
como la concupiscencia, que es consecuencia del pecado original. Aunque en el
bautismo se nos perdone la culpa de ese pecado que heredamos por nuestra
solidaridad con los hombres de todos los tiempos, empezando por Adán, las
consecuencias del pecado permanecen en nosotros y con frecuencia pueden con
nosotros. De ahí nuestra necesidad de que el Señor nos conceda esa fuerza que
cambia nuestro corazón, nuestro sentir y pensar, nuestra forma de comportarnos.
El Jardín de las Delicias - El Bosco (1503-1504) Museo del Prado - Madrid (España) Fuente de la imagen y explicación |
En la segunda lectura de la
carta a los Gálatas, san Pablo compara las obras de la carne con el fruto del
Espíritu. Por obras de la carne entiende lo que acabamos de decir de la
concupiscencia, de esa tendencia al mal que heredamos y que muchas veces
dejamos que nos domine. Los ejemplos que propone Pablo nos dan una clara idea
de la diferencia entre dejarnos conducir por la carne o el Espíritu: “Las obras
de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría,
hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones,
disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo.... En
cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 19-22). Es una
buena lista no exhaustiva de actitudes y acciones que nos ayuda a discernir
cuál es la fuerza que está ahora dominando en nuestra vida, la fuerza que nos
conduce. Si nos damos cuenta que la carne está venciendo la batalla, el apóstol
nos da la receta para poder caminar según el Espíritu, la única receta válida,
por mucho que no esté de moda: la mortificación. “Los que son de Cristo Jesús
han crucificado al carne con las pasiones y los deseos” (Gal 5, 24).
Cuando con la ayuda del Señor vamos sofocando la fuerza del pecado, dando muerte
a las obras de la carne, rechazando lo que nos sugiere ese lado más oscuro de
nosotros, vamos poco a poco dejando atrás el hombre viejo que sigue el modelo
de Adán y revistiéndonos del hombre nuevo, de Cristo.
En los escritos del Nuevo Testamento
se hace especial hincapié en los efectos de esta ‘fuerza que viene de lo alto’
que todo lo transforma y que marca la vida del cristiano y de la Iglesia. Es el
Espíritu “el que pone en pie a la Iglesia en medio de las plazas y levanta
testigos en el pueblo”. Es el Espíritu el que hace que el cristiano ya no esté
sujeto a la Ley y camine en una vida nueva. Es el Espíritu el que hace que la
Iglesia salga de los confines del judaísmo convenciendo a Pedro para que
bautizara a Cornelio. Es el Espíritu que mantiene la unidad de la Iglesia en su
pluralidad constitutiva. Es el Espíritu el que en Antioquía de Siria designa a Pablo
y a Bernabé para la misión a los gentiles y los guía en ella. Es el Espíritu el
que causa que los oyentes escuchen la predicación apostólica y se conviertan.
Es el Espíritu el que derrama el amor de Dios en nuestros corazones.
Este don del Espíritu está
ligado íntimamente a la Pascua, a la muerte y resurrección del Señor, aunque
hay diferencias en los autores sagrados acerca del momento en el que fue concedido
a la Iglesia naciente. Para el evangelista Juan, como acabamos de escuchar, es
dado la misma tarde de ese primer día de la semana en que se encontró la tumba
vacía. Para el autor del Libro de los Hechos Apóstoles tiene lugar cincuenta
días después de aquel primer domingo, tal día como hoy cuando los judíos
celebraban la entrega de la Ley en el Sinaí y la alianza. Esa diferencia cronológica
puede deberse a que el Espíritu es un don algo inefable, un ‘tesoro sin nombre’,
y es difícil señalar el momento preciso en el que es concedido. Lo que sí queda
claro en los textos bíblicos es la importancia de este don y sus efectos en la
vida de los creyentes. Es un don que brota de la muerte y resurrección del Señor
y está relacionado, según los textos que hoy hemos escuchado, con el perdón de
los pecados, el envió de los discípulos, la predicación apostólica, la misión
de la Iglesia, la unidad en la misma fe...
Hoy es un día para pedir con
insistencia al Señor este don. Sin su aliento, como hemos rezado en la
secuencia, nos damos cuenta del poder de pecado. Pedimos este don para nosotros
y también para la Iglesia en este momento difícil en el que nos preocupan mucho
las noticias que nos llegan de lo que está pasando en el Vaticano. Pero pedimos
este don también sobre el mundo, porque el Espíritu actúa más allá de los límites
visibles de la Iglesia. Como dice el Concilio Vaticano II: “Cristo murió por
todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la
divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual” (GS 22). Este texto tan fundamental del Concilio y tan
citado nos llena de esperanza y de agradecimiento. Si estamos atentos podemos
ver la acción del Espíritu en los corazones de los hombres y en la historia del
mundo. Sin embargo, también vemos las obras de la carne. Nos entristece que con
frecuencia el fruto del Espíritu se dé fuera de la Iglesia y, en cambio, las
obras de la carne se den dentro. Por eso rezamos hoy por este don y nos
comprometemos con más fuerza a caminar según el Espíritu mortificando las obras
de la carne, conscientes de la dura advertencia de Pablo a los que se dejan
llevar por la carne, sean o no miembros de la Iglesia, ocupen o no un cargo de
responsabilidad en ella: “Y os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen
estas cosas no heredarán el reino de Dios” (Gal 5, 21).
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