Homilía Domingo 23 de
septiembre de 2012
XXV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Memoria de San Pío de
Pietrelcina
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“¿De dónde
proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? Ésta es la pregunta que
nos hace el apóstol Santiago en la segunda lectura. Él mismo contesta a su
pregunta: “¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros?
Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís
y hacéis la guerra.” Tenemos que reconocer que esto es verdad en nuestra vida
personal de relaciones con nosotros mismos, con nuestros familiares y con los más
próximos, pero también en las relaciones entre países y pueblos, y tristemente
también en la vida misma de la Iglesia. El origen último de toda guerra y
contienda es el pecado del hombre que conduce a la envidia, a la codicia, a la soberbia...
y hace que veamos al otro como un enemigo y no como un hermano. El relato
bíblico del pecado original narra como el primer hombre que fue creado bueno
por Dios rechazó desde el comienzo el proyecto que el Creador tenía para él, y
esto introdujo en nuestra historia humana un dinamismo de desunión y de muerte
cuyas consecuencias padecemos pero que a le vez con nuestros actos potenciamos.
La historia de Caín y Abel que sigue inmediatamente en el relato bíblico a la
narración del pecado original y la de la Torre de Babel es expresión de ello.
Jesús vino a liberarnos del pecado y de este dinamismo que lleva a las guerras
y contiendas, y a restaurar el proyecto de Dios de que seamos hermanos, hijos
de un mismo Padre.
Este dinamismo
fruto del pecado se manifiesta también en el grupo de los doce apóstoles. En el
pasaje del evangelio de Marcos que acabamos de escuchar constatamos como Jesús
instruye a sus discípulos acerca del misterio de su entrega, de su muerte, y
quiere hacerlo en las mejores condiciones, estando a solas con ellos, alejados
del bullicio de las masas para que el aparente éxito no los lleve a engaño y puedan comprender esta enseñanza
fundamental. Quiere que entiendan que el camino de la cruz y de la cruz es el modo
de vencer el pecado y su dinamismo de muerte y desunión. Pero los discípulos no
entienden y hasta les daba miedo preguntar, tanto chocaba lo que decía Jesús
con sus expectativas y deseos; ellos permanecían cerrados en sus esquemas
discutiendo quién era el más grande. El Señor entonces les dice que desear ser
el primero, sobresalir, no es malo en sí, pero no tiene que ser a costa de los
hermanos, sino con ellos y para ellos: “Quien quiera ser el primero, que sea el
último de todos y el servidor de todos”. El Señor nos exhorta a ver al otro que
está a nuestro lado como un hermano al que acoger y servir, según el proyecto
originario de Dios. También la persona socialmente más humilde, como el niño
que el Señor pone en medio y abraza -los niños en los tiempos y en la cultura
de Jesús no tenían estatus legal- es embajadora de Dios, lo hace presente
exigiendo de nosotros acogida y servicio. En otras palabras, el Señor nos pide
que con él y siguiendo su ejemplo de cruz y entrega, vayamos superando esa
fuerza del pecado que actúa en y a través de nosotros y lleva a guerras y
contiendas. Con nuestras propias fuerzas esto es imposible, pero unidos a él, con
su Espíritu, sí lo podemos, y es la tarea de todo cristiano que intenta ser
testigo con su misma vida de la victoria de la cruz.
En
un mundo tan marcado por el pecado y el rechazo del plan de Dios como el nuestro, el que intenta
vivir así, según el plan de Dios, puede resultar molesto para los demás y
causar que se desaten contra él las fuerzas del mal: “Acechemos al justo, que nos
resulta incómodo” dicen los impíos, como hemos escuchado en la primera lectura.
El que experimentó esto con toda su intensidad ha sido el Justo por excelencia,
Jesús. No es de extrañar y no debemos murmurar si a los que queremos ser sus
discípulos nos pasa lo mismo. Es señal de que vamos por buen camino, el camino de la
cruz, de la entrega y del servicio a los demás, viviendo los valores del Reino.
Este es el camino que vence el pecado y las fuerzas de desunión y de muerte que
son el origen de toda guerra y contienda.
Fieles esperando su turno para confesarse con el P. Pío Fuente de la imagen: www.30giorni.it |
Hoy 23 de
septiembre celebramos la memoria de san Pío de Pietrelcina, muerto tal día como
hoy de 1968 y canonizado por Juan Pablo II en 2002, siendo este papa testigo
directo de su poder de intercesión al curar el cáncer de una amiga suya polaca.
De padre Pío se cuentan muchas cosas, muchos hechos extraordinarios, y rara es
la familia italiana que no tenga una imagen suya en su casa. Sin embargo, en
línea con las lecturas de hoy, hay un aspecto de su vida que podemos destacar: su lucha contra el pecado y las fuerzas del mal. Esto lo hizo de un modo
eminente ejerciendo su ministerio sacerdotal, sobre todo por medio del
sacramento de la confesión. Venían personas de todas partes de Italia y del
mundo a su confesionario en el humilde convento de los capuchinos de San
Giovanni Rotondo -un remoto lugar de la región italiana de Apulia-. Los que pasaban
por ese confesionario y asistían a sus misas muchas veces experimentaban un
cambio radical en sus vidas: se hacían más conscientes de su pecado y del
dinamismo de desunión y de muerte que les dominaba, se arrepentían de ello y se
decidían por seguir el camino de la cruz y de la entrega, se decídían por
llevar en su vidas las marcas –los estigmas- de Jesús, que son las marcas de
los que siguen su camino en un mundo tan marcado por el pecado.