Homilía Domingo 16 de septiembre de 2012
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Hay un modo de pensar, una forma de ver las cosas, de
interpretar la vida y el mundo, de entender nuestra historia, lo que nos pasa,
que podríamos llamar ‘del mundo’, ‘mundano’, que Jesús indica con la expresión “pensar
como los hombres”, y que él percibe como satánico, como una tentación, que
provoca la reacción más dura que encontramos en sus labios en todo el evangelio: “¡Aléjate de
mí, Satanás!¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Este modo de pensar implica una cierta forma de entender el éxito y el fracaso en la vida, lo
que cuenta y lo que no para una vida lograda, lo que es una vida según la
voluntad de Dios... Tiene que ver directamente con nuestra comprensión del
sufrimiento, de la cruz, de la humillación, del servicio, de la entrega... Sorprende
y a la vez alarma constatar la frecuencia con la que los cristianos, es decir
los que nos hemos comprometido en el bautismo a vivir unidos al Señor configurando
nuestra vida a su muerte y resurrección, pensamos como los hombres y no como
Dios. Nos acercamos a un grupo de cristianos que está conversando y fácilmente
oímos cosas como las siguientes: ‘qué mala suerte ha tenido en su vida’, ‘qué
cruz le ha tocado’, ‘qué bien se lo pasa aquel y lo listo que es’, ‘qué tonto
es aquel otro que se deja pisar por todos’, ‘que estúpido es ese que lo único
que hace es cuidar de su padre enfermo y no vive su vida’, ‘por qué habrán
tenido tanto hijos ese matrimonio para estar siempre tan agobiados y no poder
darse ningún capricho’, etc. Podríamos añadir muchos más ejemplos y a veces nos
sorprendemos a nosotros mismos pensando igual. No hemos entendido, o no
queremos entender, el mensaje de la cruz y de la entrega. Nos quedamos con
Jesús como salvador, como Mesías, pero lo increpamos en nuestro interior cuando
nos habla de cruz, de servicio, de entrega, de sufrimiento por el reino.
En el apóstol Pedro nos podemos
reconocer todo. Había sido testigo privilegiado del comienzo del ministerio de
Jesús en Galilea, de sus milagros y de la fuerza de sus palabras, del éxito que
tenía entre las masas. Todo eso, junto al auxilio de la gracia –‘te lo ha
revelado mi Padre que está en el cielo’-, hace que llegue a confesar a Jesús
como el Mesías esperado, el ungido por Dios para cumplir su promesa de salvación.
Pero Jesús inmediatamente precisa, ‘explicándolo con toda claridad’ dice el
evangelio, que lo hará según la voluntad de Dios y no según las ideas de los
hombres, por un camino que implica ‘padecer mucho’. Esto Pedro no lo puede
aceptar, no es así como él entiende el actuar de Dios que debe ser siempre con
potencia, exitoso, glorioso, triunfando sobre los enemigos, como narran los libros
del Antiguo Testamento. Un actuar del Dios todopoderoso, creador del mundo y
liberador de Israel, en clave de humildad, de fracaso, de sufrimiento no es
concebible y parece chocar con la relevación que ha hecho de sí mismo en la
historia del pueblo elegido recogida en los libros sagrados.
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Sin embargo, si miramos bien encontramos también en la Sagrada
Escritura mención de otro modo de actuar de Dios a través de sus elegidos. En
el libro del profeta Isaías se habla de un siervo que traerá la salvación a
través del sufrimiento. Lo acabamos de escuchar en la primera lectura: “yo no
resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las
mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos”.
Pero estas ideas no entraron a formar parte de un modo relevante en la
esperanza mesiánica del pueblo de Israel que esperaba un Mesías poderoso, un
gran rey o un personaje apocalíptico. Sucede con frecuencia que hacemos más
caso a los textos de la Escritura que concuerdan con nuestras expectativas que
aquellos que las cuestionan. Tenemos que liberarnos de nuestros prejuicios para
poder descubrir el actuar de Dios en nuestra vida y para discernir su voluntad.
De acuerdo con este camino de humillación, de servicio, de entrega,
de cruz que Jesús hace suyo y que elige conscientemente resistiendo la tentación
satánica de seguir otro camino más acorde al ‘pensar de los hombres’, el Señor
indica las condiciones para ser su discípulo. Es preciso escoger el mismo
camino. Jesús aclara lo que significa esto en lo concreto de nuestra existencia:
negarse a sí mismo, hacer la voluntad de Dios cargando con la cruz como él que la
llevó sobre sus hombros camino del Calvario, perder la vida, no avergonzarnos de
él ante los hombres...
En la segunda lectura Santiago nos dice, por si no lo tuviéramos
claro, que no basta pensar como Dios en abstracto, sino que hay que actuar
según este pensar. Es con los hechos de la vida que se muestra que se ha elegido
el camino del Señor, que se tiene fe. Una fe sin obras ‘está muerta por
dentro’. Es verdad como dice insistentemente san Pablo que las obras no nos
salvan, que estar a bien con Dios no depende de que seamos buenos y de que cumplamos
su ley, sino que la salvación es un regalo gratuito e inmerecido que aceptamos
por la fe. Pero esta fe si está viva se manifiesta en obras, se manifiesta en un
cierto modo de pensar, de actuar y de sentir, si no, aunque digamos tener fe,
está ‘muerta por dentro’, como a veces lo estamos nosotros cuando hemos perdido
el sentido de la vida y la dirección a la que vamos y no entendemos ni
aceptamos lo que nos pasa porque aun no conocemos a Dios y su modo de actuar.
Gracias Padre Manuel por compartir esta excelente homilía, creo que luego de meditar todo esto vemos por qué "el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios." Y también "lo que parece ser excelso ante los hombres, es abominable delante de Dios."
ResponderEliminarSaludos