lunes, 31 de diciembre de 2012

Navidad del ‘Año de la fe’ en una sociedad secularizada



Homilía 24-25 de diciembre 2012
Solemnidad de la Natividad del Señor

Iluminación navideña en la calle Serrano de Madrid
Fuente de la imagen: modayhogar.com
Nos quejamos muchas veces de que nuestra sociedad se está descristianizando, que en nuestras familias y en nuestro entorno cultural la Navidad ha perdido su sentido cristiano, que en muchos sitios se han suprimidos los signos religiosos tan característicos de estos días, que en varios colegios se hacen ‘belenes laicos’ y se habla de ‘fiesta de invierno’, que el saludo de estos días no es tanto “feliz Navidad”, cuanto “felices fiestas’. Ante esta realidad, ante este proceso que solemos llamar de ‘secularización’, los cristianos reaccionamos de modos distintos. Algunos se lamentan de la situación con resignación, ya que consideran que es un proceso imparable y que irá a más, y recuerdan con nostalgia los tiempos pasados y lo que sentían en estos días. Otros asumen una actitud más ‘beligerante’, si así podemos llamarla, se oponen a este proceso, se esfuerzan para que en sus ambientes no se pierdan las tradiciones y para que se mantengan los signos religiosos. A mí me gustaría hoy, aprovechando este día tan importante para nosotros, proponer otra vía, distinta a las dos que he comentado, y que es la que desde siempre han seguido los cristianos en las sociedades en las que han sido minoría, y que es también la que nos propone el papa para este Ano de la fe. Los cristianos de los primeros tres siglos no intentaron cristianizar el Imperio Romano, hacer que siguiera sus normas morales y tradiciones, sino intentaron vivir con coherencia su fe, en un ambiente a veces indiferente y otras veces hostil, y de este modo lo convirtieron. No se trata, por tanto, de enzarzarnos en una lucha contra la sociedad, que a veces se hace desde sus mismos presupuestos secularistas y con sus mismos instrumentos de poder, sino de ser cristianos de verdad.

Página oficial Año de la fe
Este es el camino que nos propone el papa al haber convocado este Año de la fe, que empezó el pasado 11 de octubre, 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y que se clausurará a finales de noviembre del próximo año, en la fiesta litúrgica de Cristo rey del universo. En la Carta Apostólica con la que lo ha convocado, que lleva como título sus dos primeras palabras en latín, Porta fidei, ‘La puerta de la fe’, explica los motivos para hacerlo. Afirma que en nuestras sociedades ‘la fe ya no es un presupuesto obvio de la vida común’, que ya no hay “un tejido cultural unitario ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe”, que está teniendo lugar una “profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. Ante esto es necesario que los cristianos ‘redescubramos el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo’, de modo que “nuestra adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa”. Debemos, a lo largo de este año, ‘redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, con el que nos entregamos totalmente y con plena libertad a Dios’.

Hoy, solemnidad de la Navidad del Señor, es un buen día para hacer esto ya que celebramos el misterio fundamental de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios. El acontecimiento del que hoy hacemos memoria, y que se vuelva actual para nosotros en la celebración litúrgica, distingue esencialmente nuestra religión de todas las demás, ya que el cristianismo no tiene su origen en un fundador solo humano, sino en el mismo Dios hecho hombre. De este acontecimiento a la vez histórico y trascendente nos habla la palabra de Dios de esta solemnidad. Sobre todo el evangelio de san Lucas y el de san Juan quieren llevarnos a reconocer este misterio. San Lucas parte del lado humano, del censo ordenado por el emperador que obliga a María y a José a ir desde Nazaret a la ciudad de David, a Belén, del nacimiento del niño y del pesebre en el que lo colocan porque no había sitio en la posada, de los pastores, del anuncio de los ángeles que indica el significado trascedente de lo que está sucediendo y que los ojos carnales no pueden ver, de María que conservaba estas cosas en su corazón. Juan, en cambio, nos invita a ver las cosas desde arriba, desde Dios, y nos habla del Verbo eterno, de la Palabra creadora, del Logos divino que se hace carne y acampa, pone su morada, entre nosotros. La invitación que se nos hace es a que veamos y reconozcamos en ese Niño, en la humildad de Belén y del pesebre, el cumplimiento de las promesas de Dios, la salvación que se nos brinda gratuitamente, el amor de Dios que se manifiesta, la gloria de Dios que se hace presente y a la vez se esconde.

Misa del Gallo
Fuente de la imagen: lazarohades.com
En este Año de la fe estamos llamados a redescubrir, como repite muchas veces el papa, este contenido fundamental de nuestra fe, su significado para nuestra vida y para nuestra sociedad, y a vivirlo con coherencia. Esta es la forma de llevar a cabo esa nueva evangelización de los países de antigua cristiandad a la que nos ha llamado el papa actual, como ya lo había hecho el beato Juan Pablo II. Sin embargo, Benedicto XVI también nos recuerda que no basta solo conocer los contenidos de la fe, sino que también es necesario que ‘el corazón, auténtico sagrario de la persona, se abra por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios’. La fe es don y virtud. Debemos agradecer este inmenso don y cultivarlo. Y esto se hace imitando a María, modelo para todo creyente, que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Esta es la tarea fundamental para este año de la fe. Meditar, contemplar, celebrar los grandes misterios de nuestra fe, como hacemos hoy, guardándolos con cariño, y meditándolos en nuestro corazón, para que pueda actuar en nosotros la gracia de Dios y podamos adherirnos de un modo renovado, más ‘consciente y vigoroso’, a Cristo. Es este el modo de dar un testimonio convincente a los nuestros y a nuestra sociedad de la belleza de la fe, del sentido de la Navidad, de la alegría del encuentro con Cristo que se hace uno de nosotros para hacernos partícipes de su divinidad.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los humildes y limpios de corazón ven el actuar de Dios



Homilía Domingo 23 de diciembre de 2012
IV Domingo de Adviento (ciclo C)

Escena de la película The Nativity Story
Solemos pensar que cuando Dios actúa en nuestra vida o en la historia del mundo, cuando se hace presente y revela su gloria, lo hace con signos grandiosos y extraordinarios, fuera del curso habitual de los acontecimientos, con hechos  irrefutables, como algunos milagros que nos cuentan. Sin embargo, si leemos con atención la Biblia nos damos cuenta de que esto no es así; que la mayoría de las veces Dios actúa en y a través de las cosas ordinarias, se hace presente en lo pequeño y lo cotidiano. Y son los sencillos de corazón, los humildes, los pobres de Yahvé de los que se habla en el Antiguo Testamento y en la primera bienaventuranza, los que son capaces de descubrir la presencia de Dios, de alabarlo y confiar en él. Dios se esconde, se resiste, se opone, a los soberbios, a los burlones, y se manifiesta a los humildes, repite varias veces la Escritura (Prov 3,34; Sant 4,6; 1Pe 5,5).

En las lecturas de hoy, de este domingo IV de Adviento, domingo de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos constatar esta verdad. El más grande de todos los milagros, como pensaba Chesterton, el milagro de Dios que se hace hombre, que entra hasta el fondo en la historia humana, tiene lugar de la forma más sencilla y ordinaria, y son los humildes de corazón, como María y los pastores, a los que se le revela este misterio.

Así la primera lectura señala el lugar del nacimiento del futuro ‘jefe de Israel’. No será una gran ciudad, no será Jerusalén ni Roma, sino una aldea insignificante si no fuera por su pasado glorioso de haber sido el pueblo natal del rey David. Este será el lugar elegido por Dios para nacer.

Libro en pdf en corazones.org
En el evangelio se nos habla también de un acontecimiento ordinario, de una mujer que va a saludar a su prima, las dos estando embarazadas. Sin embargo, mirando bien, con los ojos de la fe, vemos que detrás de lo ordinario hay algo realmente extraordinario: María lleva en su seno al Mesías, al Salvador, al esperado por los pueblos, al prometido por Dios. El niño que tiene Isabel en su vientre, llamado a ser el precursor, el que debía indicar al cordero de Dios presente en el mundo, salta de alegría en el seno materno; esa alegría mesiánica que nace del cumplimiento de las promesas de Dios. Detrás de la aparente ‘ordinariez’ –entendiendo bien la expresión- está teniendo lugar algo verdaderamente extraordinario.

María todo esto lo sabe; ella que es la humilde del Señor, la pobre de Yahvé, a la que se le revelan los misterios divinos. Por eso va deprisa a la montaña a llevar la buena noticia a su prima Isabel, saltando sobre los montes, como dice el Cantar de los Cantares, con alegría, como bailaba David delante del Arca de Alianza, donde residía la presencia de Dios. María es modelo de creyente. Su prima la proclama ‘dichosa’, ‘bienaventurada’, porque ha creído. Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, le asegura que lo que ha prometido el Señor se cumplirá. María con su fe, puede ver más allá de los acontecimientos ordinarios, el milagro que está teniendo lugar, por eso canta el Magnificat. Hablando de su fe, dice san Alfonso María de Ligorio en su libro Las glorias de María: “Veía a su hijo en el establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vio nacer y lo creyó eterno; lo vio pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del universo. Puesto sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la sabiduría infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del paraíso...”

heartlight.org
            También la segunda lectura, de una forma más abstracta y teológica, nos habla de este modo de actuar de Dios a través de lo ordinario. Discurriendo de la encarnación, del Hijo de Dios que entra en el mundo, el autor de la Carta a los Hebreos le aplica unas palabras del Salmo 40 (39) como si las pronunciase el mismo Jesús: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas ni holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’”. Este Salmo que enseña la superioridad de la obediencia a la voluntad de Dios respecto a los sacrificios, es aplicado a Cristo que lo cumple perfectamente: él se ofrece en obediencia a la voluntad del Padre como sacrificio expiatorio una vez para siempre. Lo que no podían alcanzar los sacrificios que se hacían repetidamente en el templo de Jerusalén, es decir el perdón de los pecados, lo consigue Jesús a través de su obediencia, ofreciendo su cuerpo una vez para siempre en la cruz. En algo tan poco grandioso y extraordinario, más bien cruel y ignominioso, como la cruz, estaba realmente presente y actuando Dios. En la cruz, enseña san Pablo, está presente toda la omnipotencia y sabiduría de Dios.

            Sin embargo para reconocer esto, para percibir el actuar de Dios en la cruz y en el nacimiento de Jesús en Belén de Éfrata, es necesaria la fe de los sencillos, como la de María. Por eso sigue diciendo de ella san Alfonso María de Ligorio: “Lo vio finalmente morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios.”

            Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María, que nos aumente la fe, para que sepamos descubrir en las cosas ordinarias -y quizás dolorosas- de nuestra vida la presencia y el actuar de Dios. ¡Que podamos en estas Navidades hacernos como niños para entrar en el reino de Dios! ¡Que, como María, nos sintamos dichosos al constatar que se cumplen las promesas que Dios nos ha hecho y que hemos creído!

martes, 18 de diciembre de 2012

El cristiano debe practicar la justicia y estar alegre


Homilía Domingo 16 de diciembre de 2012
III Domingo de Adviento (ciclo C)

Personajes de la película De dioses y hombres (web oficial)
            Hay muchos que creen que los cristianos somos personas tristes. También entre los grandes pensadores, como el filósofo Nietzsche, hay varios que afirman que somos seres sombríos, que despreciamos la vida y sus cosas buenas –son despreciadores de la vida, moribundos y ellos mismos envenenados”, se dice en Así habló Zaratustra-, que nos regodeamos en el sufrimiento y en la mortificación, que somos resentidos y nos consume el sentimiento de culpa. No dudo de que a veces podamos dar esa imagen y que quien nos ve salir de una Misa puede no percibir en nuestros rostros la alegría del encuentro salvífico con el Señor, sino la misma cara de alguien que sale del médico o de una Delegación de Hacienda. Por eso es importante, de vez en cuando, que la Iglesia nos exhorte a la alegría, a la felicidad, a darnos cuenta de lo que es importante, a que no permitamos que las preocupaciones de la vida y sus sufrimientos nos echen para abajo haciéndonos olvidar lo que el Señor ha hecho por nosotros. Es como cuando –y perdonadme la expresión – estamos de ‘mal rollo’ por cosas que estamos pensando y que nos preocupan o nos hacen sufrir, y alguien viene y nos dice. “oye, amigo, buen rollito”, y caemos en la cuenta que tiene razón, que nos estamos amargando el día a nosotros y a los demás por tonterías y que hay muchos más motivos para estar agradecido y alegres y disfrutar de lo que tenemos.

A lo largo del año hay dos domingos en los que la Iglesia nos invita a la alegría. Uno es éste que celebramos hoy, el domingo tercero de Adviento, el domingo gaudete, que recibe su nombre de las palabras que san Pablo dirige a los Filipenses y que hemos escuchado en la segunda lectura: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. En latín: “Gaudete in Domino semper; iterum dico: gaudete! La alegría cristiana, tan característica de los que conocen verdaderamente al Señor, no viene de que las cosas nos vayan bien en el mundo según sus criterios de éxito y fracaso, ni de que los acontecimientos se desarrollen según nuestros planes, sino viene de estar ‘en el Señor’, ‘en Cristo Jesús’, como dice el apóstol, usando una expresión de mucho calado teológico. La fuente de la alegría del cristiano es su unión íntima con el Señor todopoderoso, que ha mostrado repetidamente en el pasado su fidelidad y misericordia y confiamos que lo seguirá haciendo. Esta alegría no nos la puede dar el mundo y es más fuerte que el mundo; es una alegría que el cristiano siente en lo más íntimo de su ser, incluso en momentos de mucho sufrimiento y aflicción. Es una alegría que es el fruto del Espíritu Santo. Tiene su raíz en el Señor que es Señor de la historia, que es el mismo ‘ayer, hoy, y siempre’.

Estas tres dimensiones temporales del actuar del Señor están muy presentes en las lecturas de este domingo. Así en la primera, el profeta Sofonías dice: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena...”. Una de las fuentes de la alegría cristiana es haber experimentado el perdón de los pecados, que el Señor ha borrado nuestras culpas gratuitamente, sin haber hecho nosotros nada para merecerlo. Pero el Señor está presente y actúa también aquí y ahora, como hemos cantado respondiendo a la primera lectura: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión: qué grande es en medio de ti el Santo de Israel” (Is 12,6). De la dimensión futura de la existencia cristiana nos habla san Pablo en la segunda lectura: “El Señor está cerca” afirma, que es el mensaje fundamental de este tiempo litúrgico de Adviento que nos quiere educar a la esperanza. En resumen, tenemos motivos más que de sobra, en el pasado, en el presente y en el futuro, para estar alegres.

En la segunda lectura de la Carta de san Pablo a los Filipenses también se nos enseña algo más. El apóstol menciona unas actitudes fundamentales que deben marcar toda vida cristiana. La ‘mesura’, por ejemplo, que también podríamos traducir ‘amabilidad’, ‘paciencia’, ‘cordialidad’, que desearía el apóstol que todo el mundo reconozca en los cristianos. ¡Qué virtud social tan importante, en una sociedad como la nuestra donde hay tanta grosería! Pablo también habla de evitar estar preocupados en demasía, sabiendo poner a los pies del Señor lo que nos causa angustia. Habla también de la paz, esa paz que nos da el Señor que supera ‘todo entendimiento’.

Escena de la película De dioses y hombres (wikipedia)
En el evangelio de este domingo se nos vuelve a presentar la figura de san Juan Bautista, esta vez haciendo referencia a su enseñanza, a través de un pasaje que solo encontramos en el evangelio de san Lucas. Después del anuncio del juicio inminente de Dios, la gente viene a recibir el bautismo de conversión que administra Juan y le pregunta qué tiene que hacer. Él les pide que practiquen la caridad. Sin embargo, también acuden a las orillas del Jordán algunos que ejercen profesiones muy mal vistas por los creyentes de entonces, profesiones que en principio hacían impuros y separaban de la observancia de la Ley y, por ende, de Dios. Profesiones que implicaban el engaño, la mentira, el abuso de poder, la extorsión... Hoy también muchos hablan de la dificultad que tienen para ejercer las virtudes cristianas en su profesión; comentan que la necesidad de mantener su empleo les lleva a hacer cosas que no querrían, a no ser sinceros ni solidarios, a engañar o a utilizar de forma despótica su poder.... A los publicanos y soldados que le preguntan a Juan lo que tienen que hacer, el bautista les contesta que deben practicar la justicia, que no tienen que aprovecharse de su posición aunque los demás lo hagan y sea lo habitual. Esta enseñanza sigue siendo válida y actual para nosotros hoy. La forma en la que ejercemos nuestra profesión tiene mucho que ver con nuestra fe, no es un ámbito de nuestra vida separado de ella y que sigue otros criterios. El cristiano lo es también en su trabajo y lo demuestra  sobre todo practicando la justicia. Practicar la justicia como nos enseña Juan, y estar alegres, es la mejor forma de irnos preparando para la venida del Señor. 

martes, 11 de diciembre de 2012

El comienzo de algo realmente nuevo


Homilía Domingo 9 de diciembre de 2012
II Domingo de Adviento (ciclo C)
Fiesta judía de la Dedicación: Janucá

Fuente de la imagen: foro.libertaddigital.tv 
Hay un libro del Antiguo Testamento que siempre que lo leemos nos desconcierta por las ideas que en él se expresan y hasta nos puede sorprender de que forme parte de la Biblia, de que sea reconocido como palabra inspirada, como Palabra de Dios. El libro se llama Eclesiastés, o Qohélet, según el nombre del autor en griego y en hebreo, respectivamente. Tradicionalmente, la autoría del libro se atribuye al rey Salomón y la tesis principal que se expone ya en el primer capítulo es que todo esfuerzo humano, todo lo que intenta hacer el hombre, es “vanidad de vanidades”; todo es “vanidad y caza de viento” y nada de lo que hagamos merece realmente la pena; “nada hay nuevo bajo el sol”. A veces caemos también los cristianos en esta forma desesperanzada de pensar, sobre todo cuando, como en el caso del autor de este libro bíblico, nos obsesiona el tema de la muerte que parece reducir a la nada todo lo que hacemos y nos ilusiona: “¿Quién sabe si el aliento de vida del hombre sube arriba y el aliento de vida del animal baja a la tierra?" (Ecl 3,21), se pregunta retóricamente el hagiógrafo. Sin embargo, las lecturas de este domingo contrastan radicalmente con esta idea: son el anuncio de algo verdaderamente nuevo que comienza; son la concreción de que lo que Dios ha prometido comienza a cumplirse, y comienza a cumplirse en el desierto, en un momento concreto de la historia universal, de la historia del hombre sobre la tierra.

            A veces decimos que Juan el Bautista es el punto de unión entre los dos testamentos, entre las dos alianzas: es el último de los grandes profetas, pero también es el que señala no algo que tendrá lugar en el futuro, sino a Alguien que ya está presente. Por esto último Juan pertenece más al tiempo del cumplimiento que al de la promesas. Con él se inauguran los tiempos mesiánicos, el tiempo de la irrupción de Dios en la historia humana. Él recibe la Palabra de Dios que le constituye profeta, y la recibe en el desierto, como hemos escuchado en el evangelio de hoy. Y como predicador itinerante recorre toda la comarca del Jordán, “predicando un bautismo conversión para el perdón de los pecados”. Ejerce su misión a través de una inmersión en el agua del Jordán que hace visible la conversión de la persona que se somete a ella, y que es la que otorga el perdón de los pecados en vistas a la venida del Mesías y al juicio inminente de Dios.

San Juan Bautista bautizando las multitudes
Francesco di Antonio del Chierico (sig. XV)
Manuscrito iluminado de la Biblia - Biblioteca Vaticana
Fuente de la imagen: commons.wikimedia.org
            Lo que lleva a cabo Juan en el desierto de Judea nos dice que lo que afirmaba Qohélet no es verdad: sí hay algo realmente nuevo bajo el sol. Dios ha intervenido en la historia humana cumpliendo sus promesas, otorgando el perdón de los pecados y la salvación. Es verdad que esto lo vivimos ‘en esperanza’, no lo percibimos del todo plenamente, porque aun aguardamos “los cielos nuevos y la tierra nueva”, pero ya algo nuevo ha acontecido realmente en nuestro mundo: ya ha venido el Mesías; ya han sido vencidos nuestros enemigos, sobre todo el pecado y la muerte; ya estamos llamados a participar en la fe de esta victoria, como María, la concebida sin pecado gracias a la venida del Señor, como celebrábamos ayer. El creyente vive de esta novedad que empezó hace más de dos mil años con el sí de María y con el ministerio de Juan a orillas del Jordán; una novedad que ha cambiado radicalmente la historia del mundo.

Juan recibe la palabra en el desierto, ejerce su misión en el desierto, y los que querían recibir su bautismo tenían que ir al desierto. Desierto en griego es 'erémo, y lo que significa espiritualmente esta palabra es importante para nosotros en este tiempo de Adviento. El desierto es el lugar de la prueba, de la escucha, de lo esencial, de la manifestación de Dios, de la alianza.... En los tiempos fuertes del año litúrgico, como la Cuaresma y el Adviento, la Iglesia nos invita a ir espiritualmente al desierto, para purificarnos, para escuchar con más atención la Palabra de Dios, para hacer silencio, para alejarnos de las distracciones y los agobios de este mundo, para volver a los esencial, para encontrarnos con Dios y renovar la alianza con él.

Hoy los judíos empiezan a celebrar la fiesta de Janucá, de las luces, en la que conmemoran la victoria de los Macabeos y la purificación del templo y el restablecimiento del culto en él después del intento de helenización del pueblo y la profanación del lugar sagrado llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes. Lo característico de esta fiesta es que se enciende cada día una vela de un candelabro de ocho brazos recordando un milagro que cuenta el Talmud: una vez reconquistado el templo se volvió a encender su lámpara – la menorah- que debía estar siempre encendida, pero había aceite solo para un día. Sin embargo, la lámpara no se apagó a la largo de los ochos días necesarios para obtener nuevo aceite apto para el culto. Más allá de esta conmoración histórica, y quizás también de la significación agrícola de la finalización de la cosecha de la aceituna, es una fiesta ligada al solsticio del invierno, como nuestra Navidad. En estas fechas terminan de acortarse los días y empiezan a aumentar las horas de luz, lo que en muchas culturas se ha interpretado como un signo cósmico de la victoria de la luz sobre las tinieblas. Para nosotros esta victoria no forma parte de un proceso cíclico de eterno retorno que se repite todos los años, porque el ‘sol de justicia’ que nació una vez ‘para siempre jamás’, en un lugar concreto del planeta y en un momento concreto de la historia humana, ha hecho ‘nuevas todas las cosas’. Este es el acontecimiento que nos estamos preparando para celebrar en Navidad; acontecimiento que ha cambiado la historia humana, que nos ha abierto el cielo, que nos llena de esperanza, y en cuya luz vivimos.

martes, 4 de diciembre de 2012

Vivir a la espera atendiendo al ‘aquí y ahora’


Homilía Domingo 2 de diciembre de 2012
I Domingo de Adviento (ciclo C)

Imagen de la película Melancholia de Lars von Trier (2011)
            Hay distintas maneras de vivir el tiempo. Hay algunos que viven anclados en el pasado, en lo que fue, en los años de la niñez o de la juventud y piensan en ellos con nostalgia. Algunos van más allá y están atrapados en su pasado, se quejan de alguna decisión mal tomada o de algo que hicieron mal, de lo que pudo haber sido y no fue, y se consumen muchas veces en el resentimiento y la culpa. Otros, en cambio, están proyectados en el futuro, en algún acontecimiento que se espera tenga lugar en un futuro más o menos próximo y que les hará definitivamente felices: terminar la carrera, cerrar un negocio, conseguir un trabajo, comprarse un piso, independizarse, casarse... O quizás temen un suceso que esperan, un desahucio, la muerte de un ser querido, una separación... Hoy también muchos, aunque nos pueda parecer raro, están obsesionados por el anunciado fin del mundo según una cierta lectura del calendario de los Maya y de las predicciones acerca del los destellos del sol y del desplazamiento de los polos terrestres. Estas personas ya no ven sentido en el presente, en lo que hacen, en estudiar, ir a trabajar, ocuparse de la familia y de los quehaceres cotidianos... Su forma de pensar y actuar tiene algo en común con las actitudes de los cristianos de las primeras generaciones que esperaban el retorno inminente del Señor, la Parusía, su segunda venida en gloria ‘para juzgar a vivos y muertos’, como rezamos en el Credo. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: los cristianos aguardan el retorno de Jesús con deseo y esperanza, porque no solo significa el fin del mundo tal como lo conocemos, sino también la instauración de ‘los cielos nuevos y la nueva tierra’ en los que reinará la justicia, en los que ya no habrá dolor, ni muerte, ni enfermedad, y en los que los justos recibirán el premio prometido y se manifestará plenamente la victoria obtenida por el Señor en la cruz sobre las fuerzas del mal. Los primeros cristianos no solo aguardaban el retorno de Jesús, sino rezaban para que tuviese lugar pronto, gritaban Marana thaVen, Señor Jesús- como hacemos nosotros en este Tiempo de Adviento que hoy empezamos.

Sin embargo, también algunos cristianos de la ‘primera hora’ caían en las mismas desviaciones de los que creen que el fin del mundo tendrá lugar el próximo 21 de diciembre. Se desentendían del presente, no se implicaba en la lucha por la justicia,  en transformar el mundo según la voluntad de Dios; se olvidaban del prójimo y abandonaban sus compromisos matrimoniales y familiares, y hasta se negaban a trabajar. De ahí que el apóstol Pablo tenga que corregir estas formas desviadas de entender y aguardar la Parusía: “si uno no quiere trabajar, que no coma”, dice en la segunda carta a los cristianos de Tesalónica.

P. Pedro Arrupe s.j.
¿Cuál es, entonces, para el cristiano, el modo correcto de vivir el tiempo, de vivir la espera del Señor? Todas las grandes religiones nos dicen que lo que cuenta, lo que existe de verdad, es el presente. El pasado no lo podemos cambiar; es verdad que podemos cambiar la forma de interpretarlo, y esto también es importante: es muy distinto que veamos nuestra vida como la historia de un fracaso o de la salvación, pero estas diferentes lecturas dependen de la forma en la que vivimos el presente; el pasado en cuanto tal no nos pertenece, como tampoco el futuro. Lo que cuenta es el ‘aquí y ahora’, el presente, y como nos enseñan las grandes religiones, debemos despertar al presente, vivirlo plenamente, que es también lo que dice Jesús en el evangelio cuando habla de ‘vivir despiertos’.

Sin embargo, a diferencia de otras religiones que nos invitan a centrar nuestras energías en el ‘aquí y ahora’, los cristianos no entendemos el presente como cerrado en sí mismo, sino como abierto a un futuro trascendente, a un futuro de plenitud, cuando el Señor será ‘todo en todos’, cuando se cumplirán definitivamente sus promesas y gozaremos de la salvación que ahora vivimos ‘en esperanza’. Vivimos el presente, nos preocupamos por él, intentamos ser colaboradores de Dios en la obra de la creación, según el mandato que nos dio al crear el primer hombre, pero lo hacemos sabiendo que esto no es lo definitivo, que aquí no acaba todo, que Dios viene a establecer definitivamente su reino. No sabemos ni el día de la hora, pero sí sabemos que sucederá.

Este tiempo litúrgico de Adviento que hoy empezamos nos quiere enseñar esta actitud fundamental de la vida cristiana; esa actitud de espera vigilante y laboriosa de la venida definitiva del Señor, atendiendo al ‘aquí y ahora’ que el Señor nos regala para hacer su voluntad, sabiendo dar el justo valor a las cosas de este mundo pero sin apegarnos a ellas. ¡Que el Señor cuando venga nos encuentre así, como siervos cumplidores de su voluntad! ¡Que no os dejemos embotar el corazón con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida! ¡Que tengamos siempre presente lo que nos espera y que demos el justo valor a las cosas de este mundo!