Homilía Domingo 9 de
diciembre de 2012
II Domingo de Adviento
(ciclo C)
Fiesta judía de la Dedicación:
Janucá
Fuente de la imagen: foro.libertaddigital.tv |
Hay un
libro del Antiguo Testamento que siempre que lo leemos nos desconcierta por las
ideas que en él se expresan y hasta nos puede sorprender de que forme parte de
la Biblia, de que sea reconocido como palabra inspirada, como Palabra de Dios.
El libro se llama Eclesiastés, o Qohélet, según el nombre del autor en griego y
en hebreo, respectivamente. Tradicionalmente, la autoría del
libro se atribuye al rey Salomón y la tesis principal que se expone ya en el
primer capítulo es que todo esfuerzo humano, todo lo que intenta hacer el
hombre, es “vanidad de vanidades”; todo es “vanidad y caza de viento” y nada de
lo que hagamos merece realmente la pena; “nada hay nuevo bajo el sol”. A veces
caemos también los cristianos en esta forma desesperanzada de pensar, sobre
todo cuando, como en el caso del autor de este libro bíblico, nos obsesiona el tema de
la muerte que parece reducir a la nada todo lo que hacemos y nos ilusiona: “¿Quién
sabe si el aliento de vida del hombre sube arriba y el aliento de vida del
animal baja a la tierra?" (Ecl 3,21), se pregunta retóricamente el hagiógrafo.
Sin embargo, las lecturas de este domingo contrastan radicalmente con esta
idea: son el anuncio de algo verdaderamente nuevo que comienza; son la
concreción de que lo que Dios ha prometido comienza a cumplirse, y comienza a
cumplirse en el desierto, en un momento concreto de la historia universal, de
la historia del hombre sobre la tierra.
A
veces decimos que Juan el Bautista es el punto de unión entre los dos testamentos,
entre las dos alianzas: es el último de los grandes profetas, pero también es
el que señala no algo que tendrá lugar en el futuro, sino a Alguien que ya está
presente. Por esto último Juan pertenece más al tiempo del cumplimiento que al
de la promesas. Con él se inauguran los tiempos mesiánicos, el tiempo de la
irrupción de Dios en la historia humana. Él recibe la Palabra de Dios que le
constituye profeta, y la recibe en el desierto, como hemos escuchado en el evangelio
de hoy. Y como predicador itinerante recorre toda la comarca del Jordán, “predicando
un bautismo conversión para el perdón de los pecados”. Ejerce su misión a través
de una inmersión en el agua del Jordán que hace visible la conversión de la
persona que se somete a ella, y que es la que otorga el perdón de los pecados
en vistas a la venida del Mesías y al juicio inminente de Dios.
San Juan Bautista bautizando las multitudes Francesco di Antonio del Chierico (sig. XV) Manuscrito iluminado de la Biblia - Biblioteca Vaticana Fuente de la imagen: commons.wikimedia.org |
Lo
que lleva a cabo Juan en el desierto de Judea nos dice que lo que afirmaba Qohélet
no es verdad: sí hay algo realmente nuevo bajo el sol. Dios ha intervenido en
la historia humana cumpliendo sus promesas, otorgando el perdón de los pecados
y la salvación. Es verdad que esto lo vivimos ‘en esperanza’, no lo percibimos
del todo plenamente, porque aun aguardamos “los cielos nuevos y la tierra nueva”,
pero ya algo nuevo ha acontecido realmente en nuestro mundo: ya ha venido el
Mesías; ya han sido vencidos nuestros enemigos, sobre todo el pecado y la
muerte; ya estamos llamados a participar en la fe de esta victoria, como María,
la concebida sin pecado gracias a la venida del Señor, como celebrábamos ayer.
El creyente vive de esta novedad que empezó hace más de dos mil años con el sí
de María y con el ministerio de Juan a orillas del Jordán; una novedad que ha
cambiado radicalmente la historia del mundo.
Juan recibe
la palabra en el desierto, ejerce su misión en el desierto, y los que querían
recibir su bautismo tenían que ir al desierto. Desierto en griego es 'erémo, y lo que significa espiritualmente
esta palabra es importante para nosotros en este tiempo de Adviento. El
desierto es el lugar de la prueba, de la escucha, de lo esencial, de la
manifestación de Dios, de la alianza.... En los tiempos fuertes del año
litúrgico, como la Cuaresma y el Adviento, la Iglesia nos invita a ir
espiritualmente al desierto, para purificarnos, para escuchar con más atención la
Palabra de Dios, para hacer silencio, para alejarnos de las distracciones y los
agobios de este mundo, para volver a los esencial, para encontrarnos con Dios y
renovar la alianza con él.
Hoy los
judíos empiezan a celebrar la fiesta de Janucá,
de las luces, en la que conmemoran la victoria de los Macabeos y la purificación
del templo y el restablecimiento del culto en él después del intento de
helenización del pueblo y la profanación del lugar sagrado llevada a cabo por
Antíoco IV Epífanes. Lo característico de esta fiesta es que se enciende cada día
una vela de un candelabro de ocho brazos recordando un milagro que cuenta el
Talmud: una vez reconquistado el templo se volvió a encender su lámpara – la menorah- que debía estar siempre encendida,
pero había aceite solo para un día. Sin embargo, la lámpara no se apagó a la
largo de los ochos días necesarios para obtener nuevo aceite apto para el
culto. Más allá de esta conmoración histórica, y quizás también de la
significación agrícola de la finalización de la cosecha de la aceituna, es una
fiesta ligada al solsticio del invierno, como nuestra Navidad. En estas fechas
terminan de acortarse los días y empiezan a aumentar las horas de luz, lo que
en muchas culturas se ha interpretado como un signo cósmico de la victoria de
la luz sobre las tinieblas. Para nosotros esta victoria no forma parte de un
proceso cíclico de eterno retorno que se repite todos los años, porque el ‘sol
de justicia’ que nació una vez ‘para siempre jamás’, en un lugar concreto del
planeta y en un momento concreto de la historia humana, ha hecho ‘nuevas todas
las cosas’. Este es el acontecimiento que nos estamos preparando para celebrar
en Navidad; acontecimiento que ha cambiado la historia humana, que nos ha
abierto el cielo, que nos llena de esperanza, y en cuya luz vivimos.
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