Homilía de la Misa de acción de gracias en
el XXV aniversario de la ordenación sacerdotal
Parroquia Santa Catalina de Alejandría,
Madrid, 21 de mayo 2013
Jer 20, 7-90: “Me
sedujiste, Señor, y me dejé seducir”
Sal 116: “Alzaré la
copa de la salvación, invocando el nombre del Señor”
2 Co 4, 1-12: “No nos
predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor”
Jn 15, 12-17: “No sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”
Lo primero que quiero hacer es dar las gracias de todo
corazón a los que habéis querido
acompañarme en este momento de oración, de
fiesta, para esta misa de acción de gracias con ocasión de mis XXV años de
sacerdocio. Os lo agradezco de verdad. Me emociona mucho constatar la estima
que tiene el pueblo fiel de Dios, como lo ama llamar el papa Francisco, del
ministerio sacerdotal. Cuando empecé a pensar en este aniversario y el modo de
organizarlo, no le di en principio mucha importancia, pero la reacción de las
personas a las que se lo iba comentando me sorprendió y conmovió; a veces los
miembro del pueblo de Dios valoran mucho más lo que somos y hacemos los sacerdotes
que nosotros mismos. Es una manifestación de ese “sentido de la fe” de los
fieles, del que hablaba el Concilio Vaticano II, que viene de compartir el
sentir de Dios y que tienen las personas humildes. Aunque no puedo nombrar a todos,
sí quiero nombrar a algunos de los que están aquí presentes también en representación
de los demás, ya que no se debe ser genéricos en las cosas del afecto y el
cariño; y esto aunque corra el riesgo de no decir el nombre de personas que saben
que las quiero mucho y que les agradezco enormemente su presencia. Sin seguir
ningún orden, ni de importancia, ni de cariño, agradezco la presencia de mi
familia, de mi madre, mis hermanos y sobrinos, y estoy seguro de que mi padre,
al que considero un santo y al que le debo mucho, también está presente desde
el cielo. También agradezco la presencia de los amigos sacerdotes José María Serrano
y José Luis González Novalín, que han venido desde Roma y que me acompañaron hace
25 años en mi ordenación y primera misa; don Elías Yánez, arzobispo emérito de
Zaragoza, compañero de estudios y amigo de mi padre; D Justo Bermejo,
vicario para el clero en Madrid; D. Gil
González, vicario episcopal de nuestra zona; D. Felipe Redondo, compañero mío
en esta parroquia; P. Abdon, sacerdote de este arciprestazgo de Barajas;
Juan Miguel Díaz Rodelas amigo y compañero de estudios en Roma.... También está
presente y me alegra mucho que lo esté, Diego Teruel, pastor del la Iglesia
Evangélica Española. También agradezco la presencia de los feligreses de esta
parroquia de Santa Catalina de Alejandría en la que llevo 14 años ejerciendo de
párroco y en la que me he sentido muy a gusto y me siento muy querido. Agradezco
también la presencia de todos los demás, familiares y amigos y también la
cercanía de muchos que no pueden estar aquí hoy pero me han manifestado por
distintos medios su cariño y aprecio. A todos gracias, con un especial recuerdo
para las personas enfermas.
He elegido los textos bíblicos para esta Eucaristía en
consonancia con una convicción personal que
después de estos 25 años de
sacerdocio se ha vuelto cada día fuerte, más clara, que se refiere al misterio
de la vocación, de la llamada, de la elección divina, y que está claramente expresada
en el evangelio que acabamos de escuchar: “No sois vosotros los que me habéis
elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis
fruto y vuestro fruto permanezca”. Después de estos 25 años, puedo decir que mi
sacerdocio lo vivo realmente como un misterio, como algo que me viene de fuera,
casi impuesto, a veces quizás no querido, y sin embargo algo que me siento
obligado a ser y a ejercer a pesar de mis miserias y graves pecados. Cada vez
soy más consciente de que no he sido yo quien ha elegido ser sacerdote; más bien, si
hubiera hecho caso a mi propio ‘yo’, habría elegido algo muy distinto, y lo continuaría
haciendo si dejo prevalecer ese ‘yo’ no redimido que seguimos llevando dentro
los bautizados. Por eso, cuando me piden hablar de mi vocación me cuesta
hacerlo, porque es verdaderamente un misterio no expresable con palabras. La
historia que se cuenta no refleja el misterio que se vive. La gracia se cuela a
través de acontecimientos muchas veces banales y sin relación aparente con el
desenlace final. Lo único que realmente puedo decir es que soy sacerdote porque
siento en lo más profundo de mi ser, a veces de forma egosintónica, como diríamos
los psicólogos, pero muchas veces también de forma egodistónica, que lo ‘debo’
ser, con ese sentido de la palabra ‘deber’ que en la Escritura está relacionado
con la voluntad de Dios.
El texto de Jeremías de la primera lectura, junto con esa
queja a Dios por lo mal que lo está pasando
el profeta, revela esa dialéctica
entre seducción y lucha tan característica del modo en que algunos vivimos nuestra
elección, que nunca se percibe como un privilegio. Por un lado, el profeta se
rebela, se queja, a causa de la persecución que conlleva su misión y quiere
dejar de llevarla a cabo, olvidarse de ella, y de paso también del Señor que piensa
lo ha engañado, pero al mismo tiempo siente que no puede, que hay algo dentro
de él que es más fuerte, que lo impele, un fuego que no puede apagar: “Había en
mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo,
y no podía”. A veces, medio en broma, he dicho a personas muy cercanas que “soy
sacerdote contra mi voluntad”; aunque no es del todo correcta la frase, tiene
algo de verdad. Refleja esa dialéctica entre seducción y resistencia, entre
elección y huida, que san Agustín decía que podía solo entender el enamorado, el
que experimenta esa desgarradora situación de sentirse al mismo tiempo libre y
esclavo. “Da mihi amantem et sentit quod dico”, “dame alguien que ama y sentirá -entenderá- lo que digo”, decía el santo doctor de la Iglesia refiriéndose a la relación entre la libertad del hombre y la gracia de Dios.
De la segunda lectura saqué el lema de mi ordenación
sacerdotal que he vuelto a imprimir en el
recordatorio de la celebración de hoy
porque para mí conserva toda su verdad y vigencia: “No nos predicamos a nosotros
mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por
Jesús”. El centro de nuestra vida, de los que decimos y hacemos, no somos nosotros
sino Jesucristo, a quien reconocemos como Señor. Esta centralidad de Cristo en
nuestro hablar y obrar es la que marca y da sentido a todo. Cuando perdemos
esta referencialidad poniéndonos a nosotros mismos en el centro todo se viene
abajo y queda la nada. Pablo nos recuerda que este tesoro lo llevamos “en vasijas
de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene
de nosotros”. ¡Qué frágiles somos! Basta muy poco para hacernos caer y que todo
se haga pedacitos. Sin embargo, hacemos también constantemente experiencia de
la fuerza de Dios en nuestra debilidad, de la eficacia de su gracia no
obstante nuestros pecados. Recientemente he leído unas palabras del papa
Francisco que para mí son muy consoladoras. Hablando de ese texto del final del
evangelio de Juan del primado de Pedro, comenta lo siguiente:
"Una vez supe de un sacerdote, un buen párroco que trabajaba
bien; fue nombrado obispo, y el
sentía vergüenza porque se sentía indigno,
tenía un tormento espiritual. El confesor le escuchó y le dijo: ‘Pero no te
escandalices. Si con lo que hizo Pedro lo hicieron papa, ¡tú adelante!’. Es que
el Señor es así."
El Salmo 116, con el que hemos rezado en respuesta a la primera
lectura, ha tenido y sigue teniendo mucha importancia en mi vida sacerdotal. El
salmista habla de su experiencia de ser salvado en un momento de desesperación y desilusión, quizás de una enfermedad grave. Como agradecimiento por la
liberación obtenida dice que ‘alzará la copa de la salvación, invocando el
nombre del Señor’. Yo tuve esta experiencia en un momento muy difícil de mi
vida, de ser salvado por el Señor después de haberlo invocado, y por eso hoy
sigo levantando esa copa de salvación y ‘cumplo mis votos en presencia del todo
el pueblo’. Como yo, creo que también muchos de vosotros habéis tenido esta
experiencia, como la tuvo el pueblo de Israel al salir de Egipto y los apóstoles
cuando se encontraron con Jesús resucitado. Por eso hoy alzamos juntos en esta
Eucaristía la copa de salvación con la sangre del cordero sin macha que quita
el pecado del mundo.
Desde hace dos años se me ha confiado en la Conferencia
Episcopal Española el Secretariado para
Icono de los mártires de Tibhirine pintado por hermanas carmelitas de Polonia |
las Relaciones Interconfesionales,
debiendo ocuparme de ecumenismo y diálogo interreligioso. De los muchos correos
electrónicos de felicitación que he recibido con motivo de este aniversario, me
impactó mucho uno de José Luis Navarro, monje trapense de la comunidad de
Nuestra Señora del Atlas, que conocí en un encuentro interreligioso monástico.
En su correo me hace notar que hoy también es el aniversario de la muerte de
sus siete hermanos de Tibhirine (Argelia), martirizados en 1996. En el testamento
espiritual de uno de ellos, el padre Christian Marie Chergé, abad entonces del
monasterio, podemos encontrar un testimonio muy esclarecedor de lo que
significa elección y fidelidad a ella. Estos monjes no buscaban el martirio, ni
tampoco excentricidades, pero sentían, aún con dolor, que debían permanecer en
ese lugar conscientes de lo que podía pasar y que de hecho pasó. Vivieron con
autenticidad el misterio de su elección divina al martirio. A ellos hoy me
encomiendo.
Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María,
que aprendamos a hacer su voluntad, aunque nos cueste, viviendo con
autenticidad el gran misterio de haber sido elegidos por él. ¡Amén!
(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)
(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)