Homilía
Domingo 1 de septiembre de 2013
XXII
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
Algunos
estamos terminando el verano con algunos kilitos de más. Sabemos que esto es
normal
porque en vacaciones somos más tolerantes con nosotros mismos, nos
concedemos algún capricho más, comemos
cosas que no solemos probar durante el resto del año... pero también porque
hacemos más comidas juntos en familia y con los amigos, y en nuestra cultura,
como en la de Jesús, el comer juntos tiene mucha importancia; es algo que
hacemos no solo para alimentarnos físicamente, sino es una acción que tiene
profundas dimensione humanas, culturales y sociales, y también religiosas.
Aunque compartimos la conducta de comer con el resto de los animales, en nosotros
adquiere significados que superan este nivel y hacen referencia a lo humano y
social, especialmente cuando la realizamos juntos. En esto es parecida a otras
conductas, como la sexual, que en el hombre adquieren una dimensión nueva.
Comer juntos, compartir el pan, es mucho más que alimentarse y es algo que
tenemos que valorar y cuidar. En nuestras comidas familiares y con amigos, por
ejemplo, a veces con demasiada ligereza damos paso a la televisión y a otros
artilugios que nos aíslan los unos de los otros y entorpecen la comunión y
comunicación verdaderas. Algunos hablan de estos aparatos como caballos de Troya
que dejamos entrar poco precavidamente como si fueran un regalo y terminan destruyéndonos
desde dentro.
Si consideramos la vida de Jesús como
se describe en los evangelios nos damos cuenta de lo importante que eran las
comidas para él. Muchas de las cosas señaladas que hace y enseña el Señor
ocurren en el contexto de una comida, y el mismo eligió la imagen del banquete
para hablar del reino de Dios. Esta Eucaristía que estamos celebrando se
instituyó en la última cena de Jesús con sus discípulos y es una pregustación
del cielo. Así nos lo decía el autor de la Carta a los Hebreos en la segunda
lectura. Aunque en nuestro culto no se repitan los signos tremebundos del Sinaí
que marcaron la antigua alianza, tiene lugar algo mucho más grande, porque en él
nos acercamos “al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a
millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en
el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su
destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús”. Y en el origen de todo esto
está el acto de comer juntos.
El evangelio
de hoy nos narra una de esas comidas de Jesús que él aprovecha para dar sus
enseñanzas sobre el reino de Dios. Jesús habla de la inclusividad de este
reino, que es para todos. Nadie en principio está excluido de él; no es solo
para los que se creen elegidos, los que la sociedad considera justos, sino
también para los excluidos, los pobres, los que no cuentan, los impuros. Por
eso una de las condiciones para entrar en él es la humildad. Esta actitud surge
del darse cuenta y reconocer que uno es invitado al banquete sin merecerlo, que
el puesto que le corresponde por propios méritos es el último. Decía santa
Teresa de Ávila que la “humildad es andar en verdad”: nace de un verdadero
conocimiento de uno mismo, de los propios límites y defectos y, más profundamente,
de nuestro sabernos criaturas de Dios y pecadores, de la conciencia de nuestra
nada si no fuera por la providencia y la misericordia del Señor. La actitud
opuesta es la soberbia que surge de un autoconcepto falso, de un yo ‘inflado’,
de una percepción errónea de la propia autosuficiencia.
El papa Francisco en la capilla de Santa Marta |
Otra
condición para participar en el banquete es aceptar que Dios invita a quien
quiere, según sus criterios que no son los nuestros. Por ello, no nos debemos
escandalizar de ver en nuestras Eucaristías personas que algunos consideran ‘impuras’,
como quizás pasaba en las comunidades a las que Lucas tiene presente al escribir
su evangelio. Tenemos que aprender una y otra vez que los planes de Dios y sus
caminos difieren de los nuestros, que su reino es para aquellos que él llama
bienaventurados, los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre
y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón... no para aquellos
que tienen éxito según los criterios humanos.
Unido a lo anterior,
para entrar en el reino de los cielos hay que aprender a hacer comunidad
cristiana con los últimos y hay que aprender también a dar sin esperar una reciprocidad
humana o mundana, sino la que nos dará Dios en la “resurrección de los justos”.
¡Cuidemos ese acto tan cotidiano y a la vez tan profundamente humano y religioso
del comer juntos en el que pregustamos el reino de Dios! ¡Que aprendamos a conocernos
y aceptarnos para ser verdaderamente humildes! ¡Que aprendamos también a ser
generosos como lo es Dios con nosotros!
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