Homilía
Domingo 27 de octubre de 2013
XXX
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
Uno de los deberes pastorales más importantes y de mayor
trascendencia que tenemos los
sacerdotes es el acompañamiento de las personas
que están a punto de morir. Es un momento crucial de la vida, profundamente
humano, difícil; es el momento de la verdad y siempre es muy significativo lo
que los moribundas cuentan de su vida, de su historia, de como la juzgan, de lo
bueno y malo que han hecho, de los éxitos y fracasos que han tenido, de sus
alegría y sufrimientos, de las preocupaciones que tienen sobre las cosas no resueltas
que dejan en herencia... A diferencia del psicólogo que intenta ayudar a la
persona para que pase por ese momento con la mayor paz, el sacerdote está
llamado a hacer algo mucho más grande: está llamado a poner a la persona ante
la mirada misericordiosa de Dios para que viva ese momento a la luz de la fe,
aceptando su verdad de ser criatura dependiente de Dios y pecador. Es decir, el
sacerdote debe ayudar al moribundo a que asuma la actitud del publicano de la
parábola de hoy, que se sitúa ante Dios por lo que es, un pobre pecador, pero
que confía en su misericordia infinita. Hay que evitar que caiga en la otra
actitud, la del farseo, la de aquel que se siente justo y cree injusta su
muerte, que piensa que tiene derecho a reclamar cosas, o también –lo que es más
grave- la de aquel que se rebela a su historia y a su muerte.
Junto al evangelio de hoy, la
segunda lectura nos puede iluminar mucho acerca del modo correcto de ponerse ante Dios de un verdadero cristiano cuando llega ese momento, ese kairós, en que la ‘partida ya es inminente’. En esta lectura se nos ofrece
lo que muchos llaman el testamento espiritual de san Pablo que, como dice el
texto, ya sabe que ha llegado el momento de ‘soltar las amarras’, de emprender
la marcha, de navegar sin impedimentos a la casa del Padre. Puede que este
texto no lo haya escrito directamente el apóstol sino algún discípulo cercano a
él como piensan la mayoría de los exegetas, pero recoge su lenguaje y sus metáforas preferidas y su experiencia
espiritual, es decir, su enseñanza y su testimonio de vida que conservaron
cuidadosamente sus discípulos, empezando por Timoteo al que va dirigida la
carta. Para nosotros este texto, al formar parte del canon del Nuevo Testamento,
es Palabra de Dios que ilumina este momento tan crítico de la muerte. Pero,
¿qué nos dice concretamente sobre ese momento tan importante de la vida? ¿Cómo
ve su vida san Pablo cuando su muerte ya está cerca? El apóstol utiliza unos
conceptos para hablar de su vida y de su muerte que encontramos en otros
escritos suyos y que son muy elocuentes, como los de sacrificio,
lucha, carrera, corona…
Fuente de la imagen: mediasmaratones.com |
Pablo empieza diciendo que está a punto de ser derramado en
libación. La libación era un acto de culto que se llevaba a cabo en muchas
tradiciones religiosas de la antigüedad y que consistía en verter líquido,
generalmente vino, sobre un altar u otro objeto sagrado; era un modo de hacer
un ofrecimiento a la divinidad y de entrar en comunión con ella. Así interpreta
Pablo su vida, como un ofrecimiento, un sacrificio al Señor que ya está a punto
de consumarse del todo. Dice que ya llegado el momento de su partida, de que los
vínculos sean disueltos, para poder llegar a ‘estar con Jesús que es con mucho lo
mejor’, como dice en otra de sus cartas. Continúa diciendo que ha “luchado la
noble lucha”, la lucha de la vida, la lucha del apostolado, la lucha de quien
se sintió justificado gratuitamente por la cruz de Cristo y quiere llevar esta
buena noticia a todo el mundo. Pero la lucha también interior, la lucha contra
aquello en nosotros que nos aleja del Señor, contra el pecado y las potencias
de este ‘mundo de tinieblas’. Pablo combatió este noble combate y no se quedó a
medio camino; corrió la carrera hasta el final. Y en todo esto ha guardado el
depósito de la fe que le entregaron los apóstoles sin alterarlo,
transmitiéndolo con fidelidad a la segunda generación de cristianos. Pero
también ha guardado la fe porque se ha mantenido fiel al Señor. Y ahora lo que le
espera es esa ‘corona de justicia’ que el Señor, juez justo, dará a todos los
que aguardan con amor el encuentro con Él, y que es el verdadero premio de todo
cristiano: disfrutar de la comunión de vida con el Señor para toda la eternidad.
Este es el testimonio de lo que vive un santo en el momento
de su partida. Sabe y acepta que ha
llegado su hora y lo hace con una alegre y
confiada esperanza que se va a encontrar por fin con el Señor, verdadero motivo
de todas sus luchas. Cree que no obstante sus pecados y debilidades hizo lo que
debía hacer. No se echó para atrás en los momentos difíciles, siguió corriendo uniéndose
a la cruz de Cristo; luchó contra enemigos de fuera y de dentro con lealtad, y
mantuvo lo que el Señor y la Iglesia le había confiado con fidelidad, sin
tergiversarlo para acomodarlo a este mundo o a los deseos de algunos, como
aquellos judíos que no habían entendido la libertad que nos había conquistado Cristo
con su cruz. Pablo puede verdaderamente decir al final de su vida que ‘ha luchado el noble combate,
he acabado la carrera, he conservado la fe’.
¡Qué también nosotros podamos decir lo mismo cuando llegue
ese momento!