Intervención en el acto interreligioso:
La cultura de la paz en el Cristianismo y el Islam
La declaración
Nostra aetate del
Concilio Vaticano II, de la que pronto, el 28 de octubre de este año, se va a cumplir el
quincuagésimo aniversario de su promulgación, y que es un documento fundamental
para saber el modo en que la Iglesia católica entiende su relación con las religiones
no cristianas, terminaba afirmando lo siguiente:
La Iglesia,
por consiguiente, reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier
discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o
religión. Por esto, el sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos
Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, «observando en
medio de las naciones una conducta ejemplar», si es posible, en cuanto de ellos
depende, tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos
del Padre que está en los cielos.
(Nostra aetate, 5)
Este documento de la autoridad
suprema de la Iglesia católica, de todos los obispos reunidos con el
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Cartel del acto |
sucesor de
Pedro, significó un gran cambio en su forma de entender y vivir la relación con
las demás religiones. Aunque los primeros borradores del documento que se debatieron
en el proceso conciliar trataban sobre todo de la relación de la Iglesia con el
judaísmo, en el documento finalmente aprobado se habla de otras religiones y
también del Islam, afirmando lo siguiente:
La Iglesia
mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y
subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra,
que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda
el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con
complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios;
honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente.
Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres
resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con
la oración, las limosnas y el ayuno.
Si en el
transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre
cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando
lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales,
la paz y la libertad para todos los hombres.
(Nostra aetate, 3)
A lo largo de estos últimos 50
años muchas cosas han cambiado, tanto en el orden civil como en el mundo
musulmán y cristiano. Sobre todo destacaría el surgir de diversas formas de
fanatismo en las dos tradiciones religiosas que en algunos sectores tienen
mucha pujanza; un surgimiento del que Occidente con su política exterior y su
cultura secularista es en parte responsable. Estos fanatismos en muchos casos
no respetan el derecho fundamental a la libertad religiosa o incluso el valor
sagrado de toda vida humana. Como muestra de este cambio que yo llamaría ‘epocal’,
que ha tenido lugar en estos últimos años, puede valer lo que el papa Francisco
decía hace algunos días a los obispos de Benín acerca de la fragilidad de la
convivencia pacífica entre las religiones:
De hecho, es necesario favorecer en vuestro país —naturalmente sin renunciar para nada a la verdad revelada por el Señor— el encuentro entre las culturas, así como el diálogo entre las religiones, en particular con el islam. Es sabido que Benín es un ejemplo de armonía entre las religiones presentes en su territorio. Es necesario estar vigilantes, teniendo en cuenta el actual clima mundial para conservar esta frágil herencia.
De hecho, quizás de los que más nos
hemos dado cuenta en estos últimos años es de la fragilidad de
la convivencia
pacífica entre personas de distintas etnias, creencias y religiones. Nos
asombra a todos la facilidad con la que surge el odio, el terror y la violencia
de la noche a la mañana entre personas y gentes que poco antes convivían
pacíficamente sin tener en cuenta sus diferencias. Hemos sido testigos y
estamos siendo testigos de ello en Oriente Medio, en la ex-Yugoslavia, en Ruanda,
en Siria, en varios otras regiones, y también, como bien saben los miembros de
esta Fundación que hoy nos acoge, en Iraq.
¿Qué podemos y debemos hacer las
personas religiosas para defender esta frágil convivencia de la que hablaba el
papa Francisco a los obispos de Benín? Creo que el camino, junto al respeto del
derecho fundamental a la libertad religiosa que todos debemos defender y
promover como algo innegociable, es el de la educación y la formación de los
corazones para la paz, para vencer el odio y el miedo que anidan dentro de
nosotros y que son muy fáciles de provocar. En ese documento que comentaba al
principio de mi intervención del Concilio Vaticano II se habla de la paz
citando tres importantes textos del Nuevo Testamento. Uno de ellos es del apóstol
Pablo que en su carta a los Romanos exhorta a los cristianos de la capital
del Imperio de entonces, que muchas veces persiguió a los cristianos y que en
el libro del Apocalipsis es llamada ‘la gran prostituta sentada sobre las siete
colinas’ (cfr. Libro del Apocalipsis 17, 9),
a mantener la paz aún en un contexto adverso:
«En la medida de lo posible y en
lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo» (Carta a los Romanos 12, 18),
les decía el apóstol a los cristianos de Roma.
Los cristianos descubrimos sobre
todo en nuestras Sagradas Escrituras lo que significa paz, lo que implica el
don de la paz, el camino para alcanzarla y los atajos falsos, y su relación inescindible
con la justicia y la libertad. La palabra paz en la Biblia significa no solo
ausencia de guerra, sino también bendición, plenitud, reposo, riqueza, salvación
vida, seguridad. Es lo que deseamos al otro cuando nos encontramos con él o nos
despedimos: salamalec. Sin embargo,
en la Biblia la paz es también un estado que hay que conquistar, que es fruto y
signo de la justicia, que surge cuando se vence el pecado y el mal, cuando hay
verdadera libertad.
Así lo afirma
el profeta Isaías:
«La obra de la
justica será la paz, su fruto, reposo y confianza para siempre» (Libro de Isaías 32, 17);
Al que le hace
eco el apóstol Santiago:
«El fruto de la
justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (Carta de Santiago 3, 18).
Jesús llama
bienaventurados a los que trabajan por la paz y son perseguidos a causa de la
justicia: «Dichosos los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de
Dios» (Evangelio de Mateo 5, 9).
En las palabras de los profetas y
en la reflexión de los sabios de Israel la paz podía venir solo venciendo el
mal y la injusticia. Sin embargo, la experiencia humana muestra otra realidad:
el triunfo muchas veces del mal y la injusticia en este mundo y la buena dicha
que mucha veces acompaña la vida de los impíos. De ahí que en la Biblia la paz
se fue viendo cada vez más como fruto de una intervención divina futura. El
mismo Isaías profetizó un ‘príncipe de la paz’ que traería el ‘derecho a las
naciones’ y un ‘siervo doliente’ que con su sacrificio anunciaría cual sería el
precio de la paz (cfr. X. Léon Dufour,
Vocabulario
de Teología Bíblica, Herder 2002; entrada:
paz).
Para los cristianos es Jesús el
que cumple estas profecías. Es él el que con su muerte y resurrección
vence
definitivamente el pecado y el mal y nos trae la verdadera paz que el mundo
marcado por el pecado no nos puede dar. Él es ‘nuestra paz’; él es el que con
su sacrificio ‘derrumbó el muro que nos separaba’ y nos liberó del miedo a la
muerte que nos mantiene esclavos. Sin embargo, hasta que el pecado nos sea
vencido del todo en todo ser humano, hasta que él no vuelva para instaurar
definitivamente su reino de paz y justicia, la paz sigue siendo una realidad
venidera y una tarea a realizar por todos. Los cristianos unidos al Señor, con
su espíritu, siguiendo sus huellas, estamos llamados a ser constructores de paz
no respondiendo al mal con mal, sino venciendo el mal a fuerza de bien.. Éste
es para los cristianos el camino para llegar a la paz: la purificación del
corazón, la formación de las conciencias, el compromiso por la justicia, la
superación de las estructuras de pecado e injusticia presentes en nuestro mundo,
y sobre todo, el vencer en nuestra vida personal el mal con el bien.
Sin embargo,
junto a este compromiso que tenemos todos los seguidores de Jesús, hay una tarea
que nos incumbe a todos, a todos los hombres de buena voluntad y que es
fundamental para poder mantener esa ‘frágil convivencia pacífica’ entre
personas de diferentes creencias de la que habla el papa Francisco. Este compromiso,
esta tarea, es la defensa y promoción de la libertad religiosa como derecho
fundamental de toda persona humana que se basa en su misma dignidad
inalienable. Libertad que implica la no coacción externa en temas de religión
como afirma también el Profeta, coacción que puede ser física, pero también
social, privando de los mismos derechos de ciudadanía a las minorías
religiosas. Este derecho a la libertad religiosa requiere que se respete la
libertad de toda persona a creer lo que le dicte su conciencia, a vivirlo
privada y públicamente y a cambiar su fe cuando así lo sienta. Cuando no se
respeta este derecho fundamental, como desgraciadamente pasa en varios países
de tradición musulmana, no puede haber paz ni convivencia pacífica.
Al comienzo de mi intervención
citaba un documento importante del Concilio Vaticano II que
significó un cambio para la Iglesia católica en su forma de entender y vivir su relación con las demás religiones: la declaración Nostra
aetate. Otro de los documentos importantes del Concilio que se aprobó en
la misma sesión pero ya en el último día de trabajo, el 7 de
diciembre de 1965, y que significó un cambio igualmente radical para la Iglesia
católica, esta vez en su forma de entender la
relación entre el hombre y la verdad, fue la declaración
Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. En ella se afirma
lo siguiente:
Este Concilio
Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa.
Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue
a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella
en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente
fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la
palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la
persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento
jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho
civil.
(Dignitatis humanae, 2)
Me gustaría terminar mi
intervención con un texto del papa Francisco en el que se resumen los temas que
he intentado exponer, un texto extraído de un documento, una Exhortación Apostólica,
que quiere ser un documento programático, una hoja de ruta para la Iglesia
católica en los próximas años. Dice así el papa Francisco en este documento que
lleva por título
La alegría del evangelio:
Una actitud de
apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los
creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y
dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este
diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y
por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas…
En esta época
adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy
particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde pueden
celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad… Los cristianos
deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a
nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y
respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a
esos países que den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir
su fe, teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam gozan en los
países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos
inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a
evitar odiosas generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada
interpretación del Corán se oponen a toda violencia.
(La alegría del evangelio, 250, 252, 253)
¡Muchas gracias!
Declaración conjuntas aprobada por los convocantes: