Homilía Domingo 24 de
febrero de 2013
II Domingo de Cuaresma
(ciclo C)
Fiesta judía de Purim
Giovanni Bellini (1460) Museo Correr - Venecia (Italia) |
Un buen comentario a las lecturas de
este domingo de la Transfiguración del Señor lo podemos encontrar en el mensaje
de papa Benedicto XVI para esta cuaresma 2013 cuando afirma: “La existencia
cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin
de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.”
Este “subir al monte del encuentro con Dios” que debemos hacer
siempre, especialmente en los tiempos fuertes de nuestra vida y del año litúrgico
como la cuaresma, se lleva a cabo sobre todo a través de la oración. Cuando no
subimos a este monte -cuando no oramos- se va perdiendo el sentido cristiano de
nuestra vida y se debilitan nuestras fuerzas y nuestro amor y servimos mal a
nuestros hermanos o dejamos de hacerlo del todo.
En en el monte del encuentro con Dios descubrimos el sentido de
nuestra vida y de nuestra historia y de la cruz que Dios permite en ellas, la
cruz auténtica –no la que muchas veces nos inventamos para escapar de la que el
Señor quiere para nosotros-, la que nace de la entrega y del servicio, del amor
verdadero. Este es el sentido fundamental del relato de la transfiguración del
Señor que se nos ha proclamado hoy y así quiere también la Iglesia que lo
interpretemos en este segundo domingo de cuaresma. En el Tabor, Jesús y los
tres apóstoles más cercanos a él experimentan la confirmación divina del camino
de la cruz que tanto escándalo provoca. El Señor había anunciado poco antes su
pasión y muerte y los requisitos para ser su discípulo y ahora, ante Juan,
Santiago y Pedro, muestra su gloria divina, la gloria de ese rostro que poco
después será desfigurado por los golpes, las burlas, los escupitajos de la
pasión. En el monte también aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y
de los Profetas respectivamente, es decir de las Sagradas Escrituras, que
hablan con Jesús de “su muerte [éxodo] que iba a consumar en Jerusalén”. La
pasión y muerte de Jesús, no son un accidente, una terrible desgracia fruto de
casualidades y de la maldad humana, sino que estaban escritas, forman parte del
plan de salvación establecido por Dios, son su voluntad. En el monte se dan
cuenta de que la “pasión es el camino de la resurrección”, como rezamos en el prefacio
de la misa de hoy. Y esto vale también para nuestra vida. En el monte del
encuentro con Dios que es la oración podemos mirar nuestra vida y nuestra
historia con los ojos de la fe y nos descubrimos muy amados por Dios, sus
elegidos, aunque los acontecimientos parecerían indicar lo contrario. Es en el
monte donde descubrimos la voluntad de Dios y cogemos fuerzas para llevarla a
cabo, para amar y servir a nuestros hermanos en la dimensión de la cruz. Por eso
la oración no es una evasión, un escapar del mundo y de sus problemas y de nuestro
compromiso para con él, sino que es el instrumento que tenemos para servirlo y
amarlo mejor, sin dejar vencernos por mal. Subimos al monte para bajar después
al mundo de la cotidianidad con nuevas fuerzas y con más sentido en las cosas
que hacemos, luchando contra el mal presente en él no con el mal, sino venciéndolo
a fuerza de bien, como nos ha enseñando el Maestro.
Evangeliario de Rabula (siglo VI) |
En el monte de la oración también descubrimos que Dios ha hecho
una alianza con nosotros, que se ha comprometido con cada uno de nosotros, que nos
ha hecho una promesa, como hizo con Abrahán. En el relato del Libro del Génesis
de la primera lectura constatamos sorprendidos como Dios, en su enorme
condescendencia, se somete al modo de hacer pactos de aquella época tan lejana
a nosotros, en la que las partes en vez de firmar un contrato pasaban en medio
de animales descuartizados y divididos, maldiciendo con esa suerte al que no
fuera fiel a lo pactado. En este caso, Dios pasa en medio de los animales y no
Abrahán. Es Dios quien toma la iniciativa y establece el pacto y promete fidelidad,
por eso a veces más que de una alianza entre pares se habla de promesa o testamento,
ya que es un acto casi unilateral de Dios en favor de Abrahán. Lo mismo pasa
con nosotros. Dios toma la iniciativa y hace una alianza con nosotros, nos promete
sin merecimiento de nuestra parte, la vida eterna, y se compromete a ello en la cruz de su
Hijo.
En el monte de la oración también nos damos cuenta de que a veces
actuamos como enemigos de la cruz de Cristo, como dice san Pablo en la segunda
lectura. Con esta expresión, en su carta a los Filipenses, se refería a los
judíos que no se habían dado cuenta de la novedad que suponía la cruz de Cristo
y permanecían anclados en la necesidad de la circuncisión para formar parte del
pueblo elegido. Esta cerrazón a la novedad cristiana les llevaba a vivir centrados
en el mundo, aspirando solo a cosas terrenas, y no mirando al cielo que no ha
abierto el Señor con su muerte y resurrección y que es la verdadera tierra
prometida. Esto también nos pasa a nosotros cuando buscamos una salvación solo
mundana, confiando en las cosas del mundo y no en Dios. La oración nos ayuda a
descubrir que somos ya ciudadanos del cielo en el que participaremos también un
día con nuestro cuerpo glorificado según ‘el modelo del cuerpo glorioso del Señor’.
De ahí también la importancia del cuerpo para el cristianismo.
Es un dato curioso que tanto a Abrahán como a los apóstoles les
invade un sueño profundo ante la manifestación de Dios, como nos puede pasar
también a nosotros en la oración. Quizás el sueño deriva de que la revelación
de Dios es tan grande y acontece solo por su iniciativa, tan de otro orden
respecto al mundo, que nos sobrepasa y esto se expresa con la idea del sueño,
como ocurre también en el huerto del Getsemaní. Sin embargo, Dios actúa y muestra
su gloria y hace su alianza aunque estemos dormidos.
Podemos concluir esta reflexión acerca del modo en que la oración
nos ayuda a aceptar y vivir el misterio de la cruz, citando unas palabras que
san Juan de Ávila dice de los pastores, afirmando que deberían dar “a entender
con buenos ejemplos que la vía de la cruz y el estrecho camino que lleva a la
vida, por áspero que parezca al mundo, es posible e imitable, y aun lleno de
suavidad, a quien se esfuerza a caminar por él con el favor del Señor”.