Homilía Domingo 4 de
noviembre de 2012
XXXI Domingo del Tiempo
Ordinario (ciclo B)
Memoria de san Carlos
Borromeo, obispo
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Es
fácil encontrarnos en nuestra vida en la misma situación del escriba del
evangelio de hoy. Él tenía muchas cosas que cumplir para estar a bien con Dios.
Los sabios de Israel habían condensado la Ley en 613 preceptos que debían ser guardados
escrupulosamente y quizás el escriba se sentía agobiado por tanta cantidad y se
preguntaba si todos estaban en el mismo nivel, si había que obedecer a todos
por igual, o si había una cierta jerarquía entre ellos, si quizás alguno estaba
por encima de los demás, venía antes. También nosotros muchas veces nos
sentimos agobiados por tantas cosas que tenemos que hacer para cumplir con Dios
y con los demás y nos preguntamos qué es lo más importante, qué es lo que viene
antes. Quizás puede que no sea lo más urgente, pero sí lo más importante y que
estamos descuidando. Con frecuencia nos pasa lo que el P. Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia, ha señalado en varias ocasiones, lo de ‘sacrificar
lo importante por lo urgente’. Como tenemos tantas cosas que hacer que nos
parecen urgentes e ‘inprocastinables’, no damos abasto y vamos dejando para un
futuro indeterminado lo importante, lo que de verdad cuenta, hasta que al final
no lo hacemos, y al atardecer del día o de una época de nuestra vida nos
sentimos vacíos al no habernos dedicado a lo que de verdad teníamos que hacer.
Pensamientos similares podía tener este escriba cuando ve que Jesús contesta
acertadamente a los saduceos sobre el tema de la resurrección de los muertos y decide
acercarse a él para preguntarle acerca de lo que a él le preocupa. Quiere saber
lo que viene primero, lo que es más importante entre los tantos preceptos,
entre las tantas cosas que tiene que hacer.
La
respuesta de Jesús es desconcertante por su sencillez y genialidad. Es como un
rayo de límpida luz que disipa las tinieblas en una habitación. No propone nada
nuevo, cita solo dos textos de la Torá, de la Ley, bien conocidos,
yuxtaponiéndolos, poniéndolos uno al lado del otro como los dos preceptos
mayores, en otro nivel distinto respecto a todos los demás: “no hay mandamiento
mayor que éstos”, dice. Con esta aclaración del Maestro llega la luz y todo se
vuelve a ver en su justa perspectiva, todo se coloca en su sitio.
Primeras palabras del Shemá |
El primer
mandamientos que menciona Jesús es el comienzo de la oración llamada Shemá (“Escucha”), que es el corazón mismo de la espiritualidad judía, la oración
que los hebreos piadosos no dejan de rezar todos los días y cuyo texto escrito
ponen en las puertas de sus casas (mezuzá)
y en la frente y en el brazo más débil (filacterias) cuando oran. Es la
profesión de fe en el único Señor y el precepto del amor a Dios, que es la respuesta
a su amor que nos precede y que se ha manifestado en la historia, en lo que ha
hecho en favor de su pueblo y de cada uno de nosotros: “Escucha Israel, el Señor,
nuestro Dios, es el único Señor”. El Señor es uno (eîs éstin en griego,
ehad en hebreo), no hay otro Dios:
está es la afirmación fundamental del monoteísmo judío y de las grandes
religiones que de él derivan. Amarle con todo nuestro ser es lo que se nos
pide. Y amarle no es solo un sentimiento, no es solo temor filial -que no
servil- aunque también, sino compromiso efectivo que se manifiesta en obras,
cumpliendo la ley. Quien ama al Señor guarda sus mandamientos y quien no lo hace
aunque diga conocer a Dios es un mentiroso, dice el apóstol san Juan (cf.
1Jn 2,5). Esto es lo que viene antes de todo los demás, lo primero, en sentido
cronológico y ontológico. No anteponer nada al amor de Dios, podríamos resumir
siguiendo a san Benito.
Pero el Maestro
de Nazaret añade inmediatamente otro precepto, que dice que es el segundo y lo
pone al lado del primero. Se encuentra también en la Ley, en el Libro del
Levítico: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. La originalidad de Jesús está en haber destacado estos dos preceptos sobre todos los demás, relacionándolos
entre ellos. En el evangelio de Lucas se añade otra nota original de Jesús al
aclarar quién es nuestro prójimo, cosa que podía estar abierta a discusión en
sus tiempos. Lo aclara con la parábola del buen samaritano: todo aquel que
necesita de nuestra solidaridad es nuestro prójimo, sin importar su procedencia.
Estos dos
mandamientos son los mayores y el escriba asiente a esta enseñanza del Maestro.
Jesús entonces le dice que ‘no está lejos del reino de Dios’. Entender con el
corazón, no solo con la cabeza, las enseñanzas del Señor es un primer paso para
entrar en el reino. El segundo y definitivo es ponerlas en prácticas. Quizás es
lo que le falta aun a este escriba, por eso Jesús dice que está ‘cerca’ y no
‘dentro’.
San Carlos Borromeo dando la comunión a las víctimas de la peste Tanzio da Varallo - c. 1616 Domodossola (Italia) |
Celebramos
hoy la memoria de san Carlos Borromeo que fue una de las grandes figuras de la
Iglesia del siglo XVI, de ese período tan importante de la celebración del
Concilio de Trento y de su aplicación como respuesta a la reforma protestante,
cuyo aniversario celebrábamos el pasado 31 de octubre, día en que Lutero clavó
sus famosas 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. San
Carlos Borromeo, creado cardenal con solo veintitrés anos, dirigió el Concilio
de Trento desde Roma como Secretario de Estado y después, como obispo de Milán,
lo aplicó en su diócesis de una forma ejemplar. También nosotros hoy estamos en
una importante etapa posconciliar. Hace unos días celebrábamos el 50 aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II y todavía estamos en la fase de su
aplicación y quedan muchas cosas por hacer para poner en práctica sus
enseñanzas. Si el Concilio de Trento fue el Concilio de la Iglesia católica como
institución, del sacerdocio y de los sacramentos, el Concilio Vaticano II fue
el del laicado, del diálogo con el mundo y de la palabra de Dios. Son sobre
todo los laicos, y los laicos santos, los que están llamados a reformar la
Iglesia en la línea marcada por el Concilio para que cumpla mejor su misión. Y
los santos son los que saben lo que viene primero, lo que de verdad es
importante. Todo reforma verdadera de la Iglesia y de
nuestra vida pasa por volver a poner en primer lugar el amor a Dios y al
prójimo.