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jueves, 8 de noviembre de 2012

Lo que viene antes


Homilía Domingo 4 de noviembre de 2012
XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Memoria de san Carlos Borromeo, obispo

Fuente de la imagen: skullbabyland.blogspot.com
            Es fácil encontrarnos en nuestra vida en la misma situación del escriba del evangelio de hoy. Él tenía muchas cosas que cumplir para estar a bien con Dios. Los sabios de Israel habían condensado la Ley en 613 preceptos que debían ser guardados escrupulosamente y quizás el escriba se sentía agobiado por tanta cantidad y se preguntaba si todos estaban en el mismo nivel, si había que obedecer a todos por igual, o si había una cierta jerarquía entre ellos, si quizás alguno estaba por encima de los demás, venía antes. También nosotros muchas veces nos sentimos agobiados por tantas cosas que tenemos que hacer para cumplir con Dios y con los demás y nos preguntamos qué es lo más importante, qué es lo que viene antes. Quizás puede que no sea lo más urgente, pero sí lo más importante y que estamos descuidando. Con frecuencia nos pasa lo que el P. Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, ha señalado en varias ocasiones, lo de ‘sacrificar lo importante por lo urgente’. Como tenemos tantas cosas que hacer que nos parecen urgentes e ‘inprocastinables’, no damos abasto y vamos dejando para un futuro indeterminado lo importante, lo que de verdad cuenta, hasta que al final no lo hacemos, y al atardecer del día o de una época de nuestra vida nos sentimos vacíos al no habernos dedicado a lo que de verdad teníamos que hacer. Pensamientos similares podía tener este escriba cuando ve que Jesús contesta acertadamente a los saduceos sobre el tema de la resurrección de los muertos y decide acercarse a él para preguntarle acerca de lo que a él le preocupa. Quiere saber lo que viene primero, lo que es más importante entre los tantos preceptos, entre las tantas cosas que tiene que hacer.

            La respuesta de Jesús es desconcertante por su sencillez y genialidad. Es como un rayo de límpida luz que disipa las tinieblas en una habitación. No propone nada nuevo, cita solo dos textos de la Torá, de la Ley, bien conocidos, yuxtaponiéndolos, poniéndolos uno al lado del otro como los dos preceptos mayores, en otro nivel distinto respecto a todos los demás: “no hay mandamiento mayor que éstos”, dice. Con esta aclaración del Maestro llega la luz y todo se vuelve a ver en su justa perspectiva, todo se coloca en su sitio.

Primeras palabras del Shemá
El primer mandamientos que menciona Jesús es el comienzo de la oración llamada Shemá (“Escucha”), que es el corazón mismo de la espiritualidad judía, la oración que los hebreos piadosos no dejan de rezar todos los días y cuyo texto escrito ponen en las puertas de sus casas (mezuzá) y en la frente y en el brazo más débil (filacterias) cuando oran. Es la profesión de fe en el único Señor y el precepto del amor a Dios, que es la respuesta a su amor que nos precede y que se ha manifestado en la historia, en lo que ha hecho en favor de su pueblo y de cada uno de nosotros: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor”. El Señor es uno (eîs éstin en griego, ehad en hebreo), no hay otro Dios: está es la afirmación fundamental del monoteísmo judío y de las grandes religiones que de él derivan. Amarle con todo nuestro ser es lo que se nos pide. Y amarle no es solo un sentimiento, no es solo temor filial -que no servil- aunque también, sino compromiso efectivo que se manifiesta en obras, cumpliendo la ley. Quien ama al Señor guarda sus mandamientos y quien no lo hace aunque diga conocer a Dios es un mentiroso, dice el apóstol san Juan (cf. 1Jn 2,5). Esto es lo que viene antes de todo los demás, lo primero, en sentido cronológico y ontológico. No anteponer nada al amor de Dios, podríamos resumir siguiendo a san Benito.

Pero el Maestro de Nazaret añade inmediatamente otro precepto, que dice que es el segundo y lo pone al lado del primero. Se encuentra también en la Ley, en el Libro del Levítico: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. La originalidad de Jesús está en haber destacado estos dos preceptos sobre todos los demás, relacionándolos entre ellos. En el evangelio de Lucas se añade otra nota original de Jesús al aclarar quién es nuestro prójimo, cosa que podía estar abierta a discusión en sus tiempos. Lo aclara con la parábola del buen samaritano: todo aquel que necesita de nuestra solidaridad es nuestro prójimo, sin importar su procedencia.

Estos dos mandamientos son los mayores y el escriba asiente a esta enseñanza del Maestro. Jesús entonces le dice que ‘no está lejos del reino de Dios’. Entender con el corazón, no solo con la cabeza, las enseñanzas del Señor es un primer paso para entrar en el reino. El segundo y definitivo es ponerlas en prácticas. Quizás es lo que le falta aun a este escriba, por eso Jesús dice que está ‘cerca’ y no ‘dentro’.

San Carlos Borromeo dando la
comunión a las víctimas de la peste
Tanzio da Varallo - c. 1616
Domodossola (Italia)
Celebramos hoy la memoria de san Carlos Borromeo que fue una de las grandes figuras de la Iglesia del siglo XVI, de ese período tan importante de la celebración del Concilio de Trento y de su aplicación como respuesta a la reforma protestante, cuyo aniversario celebrábamos el pasado 31 de octubre, día en que Lutero clavó sus famosas 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. San Carlos Borromeo, creado cardenal con solo veintitrés anos, dirigió el Concilio de Trento desde Roma como Secretario de Estado y después, como obispo de Milán, lo aplicó en su diócesis de una forma ejemplar. También nosotros hoy estamos en una importante etapa posconciliar. Hace unos días celebrábamos el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y todavía estamos en la fase de su aplicación y quedan muchas cosas por hacer para poner en práctica sus enseñanzas. Si el Concilio de Trento fue el Concilio de la Iglesia católica como institución, del sacerdocio y de los sacramentos, el Concilio Vaticano II fue el del laicado, del diálogo con el mundo y de la palabra de Dios. Son sobre todo los laicos, y los laicos santos, los que están llamados a reformar la Iglesia en la línea marcada por el Concilio para que cumpla mejor su misión. Y los santos son los que saben lo que viene primero, lo que de verdad es importante. Todo reforma verdadera de la Iglesia y de nuestra vida pasa por volver a poner en primer lugar el amor a Dios y al prójimo.