Homilía en la Misa de despedida de la
parroquia
XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
(ciclo C)
Madrid, 8 de septiembre 2019
Queridos hermanos y amigos:
Ha llegado el momento de la despedida que parecía inminente
cuando llegué y que ahora muchos pensábamos que ya no iba a suceder. De hecho,
cuando llegué hace 20 años como párroco de esta hermosa parroquia de Santa
Catalina de Alejandría, en este bellísimo barrio de la Alameda de Osuna de
Madrid, muchos pensaban que iba a quedarme poco aquí, y así lo manifestaban, hasta
me decían que iban a hacerme obispo en poco tiempo. Cuando se leyó el decreto
de mi nombramiento de párroco en mi toma de posesión el 5 de enero de 1999, en
la misa que presidió aquí el entonces arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio
María Rouco Varela, se decía que se me nombraba para ocho años. Pero muchos
pensaban que iba a estar menos. Y, sin embargo, ya han pasado más de 20 años
desde aquella víspera de Reyes de 1999.
En estos veinte años hemos vivido muchos
acontecimientos
juntos como Iglesia y como archidiócesis de Madrid, y también otros
acontecimientos más específicos de nuestra parroquia y de la vida personal de
cada uno de nosotros. Así, para nombrar algunos, el gran jubileo del año 2000,
la muerte del papa san Juan Pablo II, el pontificado de Benedicto XVI y ahora
el del papa Francisco; las distintas jornadas Mundiales de la Juventud, como la
de Roma y la de Colonia; los distintos Caminos de Santiago que hemos hecho, con
los jóvenes, uniéndonos a las peregrinaciones diocesanas organizadas por la
Delegación de Juventud, y las que hicimos como comunidad parroquial, llegando a
hacer en tres años las distintas etapas de todo el Camino; el Sínodo diocesano,
las dos visitas pastorales de los obispos, las dos peregrinaciones a Tierra
Santa y la que hicimos por la ruta de San Pablo en Turquía, y a Italia para el
Jubileo de las Familias y para la beatificación de Juan Pablo II; la muerte de
don Jesús, de don Lorenzo y de don Eloy; las distintas celebraciones hermosas
que hemos tenido y las convivencias con los chavales; las catequesis del camino
neocatecumanal, la experiencia del curso Alpha y, desde hace más de diez años,
los talleres para matrimonios jóvenes a través de los cuales se han formado
varios grupos de matrimonios que han enriquecido mucho la vida de nuestra
comunidad. Tantas cosas que se unen a la vida ordinaria de una parroquia, a las
misas y demás celebraciones, a las catequesis y a los grupos, al ejercicio de
la caridad y el servicio, tantas cosas por las que dar gracias a Dios, como
estamos haciendo ahora con esta Eucaristía.
Yo las he intentado vivir con verdadero espíritu de servicio,
según el lema que elegí para mi
ordenación sacerdotal y que siempre me
acompaña: «Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como
Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús», una frase de la Segunda
Carta de san Pablo a los Corintios que significa mucho para mí y mi forma de
vivir el sacerdocio. Soy muy consciente siempre de mis grandes límites y de mis
muchos pecados, pero siempre confío en Dios que me ha llamado a este ministerio
y es quien actúa a través de mi pobre persona. Sé que he cometido muchos
errores. Muchas veces no he podido atender bien a las personas y no he sabido
ofrecer palabras de consuelo y de esperanza; a veces he sido perezoso y
negligente. Os pido perdón por todo ello. Sin embargo, y a pesar de mis muchos
fallos, he podido percibir, y creo que también vosotros, que el Señor ha
caminado con nosotros en estos 20 años. Años difíciles para la Iglesia, tanto
en España como en Europa; años de purificación, años a los que el evangelio que
acabamos de escuchar se aplica muy bien.
Jesús, en su camino hacia Jerusalén, hacia la cruz, hacia su
entrega total por nosotros en cumplimiento de la voluntad de Dios su Padre, al
verse rodeado por mucha gente, quizás con un entusiasmo demasiado superficial
hacia su persona, hace un alto en el camino para dejar claro lo que significa
seguirle, el precio que hay pagar para ser discípulo suyo, las condiciones de
su seguimiento, y dice: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su
madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, e incluso a sí
mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de
mí no puede ser discípulo mío». Creo que estas palabras se dirigen hoy con
especial fuerza a toda la Iglesia, pero también a nuestra comunidad parroquial
y a cada uno de nosotros. Después de años o incluso siglos en los que formar
parte de la Iglesia era lo obvio aquí en España y en Europa, era lo «natural»,
era lo que «había que hacer» ya no es así; ya ser cristianos, formar parte de
la Iglesia, seguir a Jesús, requiere una opción clara y consciente, que cuesta,
y que muchas veces es contracorriente.
Bien entienden este evangelio los cristianos que viven en
países donde son perseguidos por su fe incluso hoy, y donde convertirse al
cristianismo puede implicar rupturas familiares y pérdida de posición social y
de bienes materiales, e incluso perder la propia vida. Estos cristianos nos
enseñan mucho. Pero este evangelio vale para todos nosotros y toda la Iglesia.
Tenemos que aprender a no anteponer nada a Cristo, como dice san Benito. Este
momento difícil que vivimos creo que es comparable a ese alto en el camino que
hace Jesús para aclarar las cosas, para purificar el grupo de sus seguidores.
Las dos parábolas que cuenta Jesús, la de la torre y la del rey con su ejercito,
nos invitan a discernir, a echar cuentas, a ver si cumplimos las condiciones
para ser discípulos del Señor. Si no es así, es mejor no seguir, porque
dejaríamos la obra inacabada y se reirán con razón de nosotros.
Por tanto, queridos hermanos y amigos, lo importante es
seguir a Jesús, ponerle en primer
lugar estemos donde estemos, no anteponerle
nada, ni afectos, ni bienes materiales, ni encargos en la Iglesia o en el
mundo. Ahora a vosotros os toca un nuevo párroco que caminará con vosotros el
tiempo que Dios quiera. Lo debéis acompañar y ayudar para que pueda hacer
presente a Cristo buen pastor en esta comunidad, un pastor que a veces camina
delante del rebaño, indicándole el camino, otras veces camina a su lado
aprendiendo de él, y otras veces camina detrás para que nadie se pierda. Yo con
esta nueva responsabilidad que me ha dado el Señor a través de la Iglesia, que
yo no esperaba ni hice nada por buscar, y que es complicada. Os pido que recéis
mucho por mí y por la Iglesia en Europa para que pueda hacer presente en la
Unión Europea los valores del reino.
Se mezclan en mí muchos sentimientos en este momento. Por un
lado, mucha sorpresa por este nuevo nombramiento del todo inesperado para mí.
Es verdad que la Conferencia Episcopal Española, donde he trabajado también los
últimos ocho años, me había propuesto para este cargo hace tres años, en las
últimas elecciones que hicieron los obispos europeos, pero no salí elegido en
ese momento y me había olvidado de ello. También experimento preocupación, algo
de temor quizás, dudando si podré llevar a cabo bien este nuevo servicio a la
Iglesia, complicado y distinto a lo que he hecho hasta ahora. Experimento
también tristeza por separarme físicamente de tantas personas que quiero y con
las que he compartido tanto. Pero experimento también serenidad al percibir que
está presente el Señor en todo esto y él viene primero. La frase final del
evangelio de hoy, traducida literalmente, reza así: «Así, pues, todo aquel de
vosotros que no se despide de todos sus bienes, no puede ser discípulo mío». Se
habla de despedida. Así es en la vida de todo discípulo auténtico de Jesús; hay
que aprender a no apegarse a las cosas y a las personas por encima de él,
aprender a veces a despedirse. Hay que seguirle a él donde nos lleve, saliendo
de nuestras zonas de confort cuando nos lo pide.
Sin embargo, el sentimiento quizás más fuerte que experimento
en este momento, es el de gratitud. Gratitud al Señor por estos veinte años
aquí y por hacerse presente en tantos momentos de mi vida, y gratitud también a
vosotros, a cada uno de vosotros, por lo mucho que habéis hecho por mí.
Encomendamos hoy de forma especial nuestro futuro a María.
Hoy celebramos su nacimiento. Es la madre de Jesús pero también fue su
discípula, modelo perfecto de todo discípulo auténtico del Señor. Dice san
Agustín de ella en uno de sus Sermones (72): «Hizo sin duda Santa María la
voluntad del Padre; por eso más es para María ser discípula de Cristo que haber
sido madre de Cristo. Más dicha le aporta el haber sido discípula de Cristo que
el haber sido su madre». ¡Que ella nos enseñe y nos ayude a ser verdaderos
discípulos del Señor y a no anteponer nada a él!
¡Que así sea!
Video de mis parroquianos para mi despedida: