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viernes, 23 de septiembre de 2011

Dios siempre nos sorprende


Homilía 18 de septiembre 2011
XXV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)


Scarlett Johansson en los viñedos de Moët & Chandon
                ‘Las comparaciones son odiosas’ y en las cosas que se refieren a Dios no se pueden hacer. Llevan a la envidia y sus consecuencias, como en el relato bíblico de Caín y Abel, y a juzgar a Dios, sin tener los elementos para poder hacerlo, ni en definitiva el derecho de hacerlo. Detrás de la parábola de los vendimiadores que reciben la misma recompensa, está el actuar de Dios que supera siempre nuestros esquemas y expectativas, que continuamente nos sorprende. Dios siempre está y va más allá. “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor”, hemos escuchado en la primera lectura. Así cuando Dios elige el insignificante pueblo de Israel para llevar su salvación a todas las naciones, o cuando Jesús en vez de codearse con los maestros de la Ley y las autoridades religiosas se dirige preferentemente a los marginados, a los publicanos y pecadores. O cuando la Iglesia de los comienzos se abre a los paganos superando los límites del pueblo elegido, o cuando las primeras comunidades estaban formadas por gente de clases sociales más bien bajas como reconoce san Pablo: “[Dios] ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular lo que cuenta” (1Cor 1, 28). La misericordia de Dios es siempre superior a las exigencias de la justicia, aunque no las pisa ni las ‘puentea’.
                 En la parábola se nos dice que Dios nos puede llamar a cualquier hora de nuestra vida para trabajar en su obra. Nunca es tarde y el premio es el mismo. Puede con nos llame cuando somos muy jóvenes, o en la mitad de la vida, o cuando ya nuestras fuerzas empiezan a decaer, o quizás incluso en el momento de la muerte. Podemos imaginarnos muy bien esos jornaleros de la parábola que salen antes de que amanezca a la plaza del pueblo esperando que pase alguien que los contrate para trabajar. Es una escena que sigue siendo común hoy en nuestros pueblos y ciudades. En la parábola el dueño de la viña pasa a las seis y nueve de la mañana, a mediodía, a las tres de la tarde y una hora antes del atardecer. Los obreros de la última hora habían estado ‘parados’ todo el día porque nadie los había contratado. Querían trabajar, tenían buena intención, pero 'mala suerte' hasta ese momento.

                La recompensa que da a todos el propietario de la viña es la misma, un denario, la paga habitual de una jornada de trabajo, lo que es una justa retribución para los que han trabajado todo el día, pero que aparentemente es excesiva para los que sólo han trabajado una hora. Diríamos que el dueño es justo con los de la primera hora, pero es excesivamente bondadosa con los de la última. Pero esta diferencia sale a la luz sólo si se hacen comparaciones. Si los vendimiadores de la primera hora no hubiesen visto los que se les daba a los otros, se hubieran ido contentos. Sin embargo, al ver como son tratados los demás, reaccionan de una forma parecida a como lo hace el hijo mayor de la parábola del padre misericordioso; dice la Escritura que se ‘indigna’. Les parece injusta la forma de actuar del dueño o del padre.
Denario de Tiberio o 'denario del tributo'
                Sin embargo, la forma de actuar del dueño no vulnera la justicia, sino que la supera respetándola. Esto es lo peculiar del actuar del Señor. La intención de esta parábola, como la del hijo pródigo, que son como una terapia de choque, es llevarnos a ‘pensar como Dios y no como los hombres’. A entender que como dice Pablo ‘estar con Cristo es con mucho lo mejor’, y si así estamos desde la primera hora, trabajando en la obra de Dios, pues mucho mejor y hay que agradecerlo y no tener envida de los que no lo han hecho. Al final, ‘aguantar el peso del día y el bochorno’ trabajando en la viña del Señor, o servir al padre en su casa sin desobedecer una orden suya, es mucho mejor que estar en la plaza esperando a que alguien pase y nos contrate, o estar cuidando cerdos en un país lejano, aunque a veces no nos lo parezca. Hay que aprender también que el único premio que nos puede dar Dios es Él mismo. Esa moneda de denario que nos da, independientemente de lo que trabajemos, con tal que acojamos su llamada en la hora que nos llegue, lleva esculpido su mismo rostro que contemplaremos por toda la eternidad. Es este rostro el que buscamos y lo único que puede satisfacer nuestro anhelo profundo, ya que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Igual que las monedas imperiales romanas, llevamos también nosotros esculpido en nuestro corazón a quien pertenecemos.
                Es, con otras palabras, lo que también nos dice san Pablo en el pasaje de su Carta a los Filipenses que se nos ha proclamado como segunda lectura. El apóstol encarcelado, en una situación de fracaso humano, mantiene sin embargo una visión sobrenatural de su vida, la mira con los ojos de la fe, y considera que lo importante es que Dios sea glorificado sea cual sea la conyuntura. Esta es una importante enseñanza para nosotros que normalmente miramos nuestra vida con ojos mundanos y la juzgamos según criterios humanos de fracaso y éxito. El deseo profundo de Pablo es ‘partir para estar con Cristo que es con mucho lo mejor’. Así vive su vida este gran santo, habiendo respondido con generosidad a la llamada que le hizo el Señor en el camino de Damasco en la hora de su vida que tocaba, sin compararse con los demás, en íntima unión con el Señor, corriendo hacia la meta, esperando ese premio que el Señor le tiene prometido, y dedicándose mientras tanto con todas sus fuerza a la obra de Dios.