Homilía 17 de julio 2011
XVI Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Raimon Panikkar |
Decía un santo español del siglo pasado que ‘en Roma había perdido la inocencia’, como recuerda uno de sus primeros seguidores, un gran teólogo y promotor del diálogo interreligioso, aunque después, por distintas circunstancias, se alejó de aquel que le había animado a ser sacerdote católico. El santo del que hablo es José María Escrivá de Balaguer y el teólogo Raimon Panikkar. Y es verdad lo que dice san José María. Más conocemos la Iglesia, más tratamos con sus miembros de cerca, sobre todo los que tienen cargos de responsabilidad, más podemos llegar a escandalizarnos. Y esto puede ser más duro, más difícil de asimilar, si tenemos puestas unas expectativas muy altas en la santidad de los que deberían ser representantes de Dios. Raimon Panikkar cuenta que Escrivá de Balaguer besaba con mucha devoción los lugares por los que había pasado el Papa.
Lo que de verdad cuenta es nuestra reacción al descubrir la realidad de la Iglesia, la verdad de que está formada por santos y pecadores, de que no es como quizás habíamos pensado o como a nosotros nos gustaría, y que nosotros mismos, cada uno de nosotros, tiene cosas buenas y malas, es capaz tanto de vivir como hijo de Dios, como de cometer los peores pecados. Este paso de la idealización de la Iglesia a conocer y aceptar su realidad, marca la transición de un catolicismo infantil a uno maduro. Es el paso que también tienen que dar los enamorados, cuando dejan de proyectar en la persona amada sus deseos inconscientes y la empiezan a querer tal como verdaderamente es. Sin embargo, muchas personas cuando descubren la realidad de la Iglesia, cuando llegan a conocer la ‘humanidad’ de los que formamos parte de ella, en vez de asimilar esto de una forma constructiva, se rebelan, se vuelven cínicos, empiezan a pensar que el evangelio no se puede vivir, que es todo mentira, y tiran por la borda todo, incluso el camino que habían emprendido con tanta ilusión hacia la santidad. Abandonan sus esfuerzos de ser humildes, castos, obedientes y empiezan a utilizar la religión para obtener fines mundanos. Otros, en cambio, en vez de volverse cínicos, se vuelven fanáticos e intolerantes, y quieren expulsar de la Iglesia a los que ellos piensan que no son dignos de formar parte de ella, o llegan incluso a querer fundar otra Iglesia paralela de santos e iluminados, como tantas veces ha pasado a los largo de la historia.
La parábola del evangelio de hoy, del trigo y la cizaña, nos quiere enseñar la forma correcta de reaccionar ante la realidad de la Iglesia. No cabe duda de que esta parábola se refiere a la Iglesia actual, que está presente en este mundo y hace visible y presente el reino de Dios. Esta Iglesia está formada por santos y pecadores, por los partidarios del Maligno, los que obran iniquidad, y por los ciudadanos del reino, los justos, en el lenguaje de la parábola. Y estos dos grupos de personas están llamados a convivir en ella, a formar parte de ella. Sin embargo, la división entre buenos y malos, no es sólo entre personas, sino también dentro de las mismas personas. En cada uno de nosotros hay trigo y cizaña.
cizaña púrpura |
Ante esta realidad el Señor nos invita a una actitud de paciencia y tolerancia, pero no de pasividad o resignación. A saber que el juicio pertenece solo a Dios que es el único que conoce el corazón y la historia de cada uno y que Él hará justicia a su tiempo. No nos toca a nosotros separar el trigo de la cizaña porque fácilmente nos podríamos equivocar y confundir uno con otro, o arrancar prematuramente lo que creemos cizaña cuando en realidad es trigo o puede llegar a serlo. ¡Cuántos Saulos se han vuelto con el tiempo Pablos y cuántos santos han experimentado una segunda conversión, como Santa Teresa de Jesús y la Beata Teresa de Calcuta! No debemos ni caer en el cinismo, en el pensar que el evangelio es un engaño o una utopía irrealizable, ni abandonar el camino de santidad emprendido, pero tampoco en la intolerancia fanática de los que juzgan a los demás y los echan de la Iglesia, y quieren una comunidad de santos y puros. Tenemos que aprender a atajar el mal, para que no llegue a ahogar el grano, con lucidez y paciencia, dejando el juicio a Dios, y sin hacernos obradores de iniquidad o usar los medios ilícitos de los hijos del Maligno.
Muchos hoy dicen ‘Cristo sí, la Iglesia no’, pero decir esto manifiesta cierta inmadurez humana y no haber leído el mensaje de Jesús ni entendido la realidad de la Iglesia. Si Cristo quiso fundar una Iglesia, quiso fundar esta Iglesia, una Iglesia como realidad visible y presente en este mundo, no una utopía o una comunidad ideal inexistente e imposible de realizar. La misma elección de los apostoles, personas sencillas, con muchos defectos, pecadores y traidores, así lo muestra. La Iglesia, al estar en este mundo, participa de la ambigüedad de este mundo. Pero también al estar en ella el Señor y actuar a través de ella, hace también presente en este mundo de una forma misteriosa, quizás paradójica, pero real, el reino de Dios. Es lo que Jesús enseña con las otras dos parábolas que se nos han proclamado hoy, la de la levadura y la del grano de mostaza.
Y en este dinamismo de la Iglesia que hace visible y presente el reino de Dios en este mundo estamos insertados nosotros. Se nos pide ser grano, ser justos e hijos del reino, haciéndolo presente con las buenas obras, no dejándonos vencer con el mal presente en el mundo y en la Iglesia, sino al contrario, venciendo el mal con el bien, como nos enseñó y mostró el Maestro. Sabiendo que el bien al final triunfará como ya ha tenido lugar con la resurrección del Señor que es anticipo de la victoria final de los hijos de Dios. Aprendiendo a ser tolerantes y a tener paciencia con los miembros más débiles de la Iglesia, sabiendo que el Señor es el que juzga y hace justicia y que Él puede hacer ‘de las piedras hijos de Abraham’ y ‘levantar del polvo al desvalido para sentarlo con los príncipes de su pueblo’.