Homilía Domingo 18 de
noviembre de 2012
XXXIII Domingo del
Tiempo Ordinario (ciclo B)
Dedicación de las Basílicas
de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo
Día de la Iglesia
Diocesana (en España)
Reproducción del templo de Jerusalén en tiempos de Jesús Fuente de la imagen: tomachosj.blogspot.com |
Hay
acontecimientos históricos de tal magnitud que marcan el final de una ‘época’,
de un ‘mundo’, y el comienzo de un ‘orden’ nuevo. Así, por ejemplo, muchos han
interpretado los atentados de la Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001
como un acontecimiento apocalíptico enmarcado en la lucha cósmica entre el bien
y el mal, que ha llevado a un ‘nuevo ‘orden mundial’ distinto del que existía
antes. Las mismas categorías apocalípticas fueron utilizadas por muchos al
hablar del saqueo de Roma del año 410 y la caída del Imperio Romano. Otro
suceso histórico de primera magnitud en el ámbito religioso fue la destrucción
del templo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era por las tropas romanas bajo
el mando del futuro emperador Tito. La caída de la ciudad santa y la destrucción
del lugar donde residía la presencia de Dios para los judíos, significó un
estremecimiento profundo de la fe del pueblo de Israel y un cambio radical en su
modo de organización y en la forma de celebrar el culto, al no poder ya hacerlo
en el lugar que mandaba la Ley. Pero la destrucción del templo también
significó un suceso crucial para la nueva fe cristiana, que se separó aun más
de su matriz judía y que contaba con un nuevo sacrificio que sí podía celebrarse
fuera del templo.
En
la segunda lectura de la misa de hoy, de la Carta a los Hebreos, se habla del
único sacrificio de Jesús que sustituye a los antiguos que se hacían en el
templo y que eran incapaces de borrar los pecados. Cristo en cambió se ofreció
una sola vez ‘para siempre jamás’, obteniendo para todos el perdón de los
pecados. Este único sacrificio de Cristo en la cruz, que se actualiza en la
Eucaristía, es el verdadero sacrificio del que los antiguos que tenían lugar en
el templo de Jerusalén eran solo imagen y anuncio y que, una vez acontecida la
muerte del Salvador, ya han perdido su valor y sentido.
Cristo crucificado Diego Velázquez (c. 1632) Museo del Prado - Madrid (España) |
En
el discurso escatológico de Jesús, una parte del cual se nos ha proclamado en
el evangelio de hoy, se predice claramente la destrucción del templo: “os
aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. Es verdad que
este discurso del Señor que encontramos en los tres evangelios sinópticos es
difícil de entender para nosotros hoy, también porque utiliza un lenguaje
apocalíptico que encontramos en otros textos bíblicos, como el de Daniel de la
primera lectura, pero que para nosotros es poco familiar. Otra dificultad añadida
es que parece que el Señor mezcla acontecimientos distintos, como la destrucción
de Jerusalén y su retorno glorioso al final de los tiempos para dar el premio a
los elegidos, suceso este último del que se dice que “el día y la hora nadie lo
sabe, ni los ángeles ni el Hijo, solo el Padre”. Esto nos debe llevar a la
cautela respecto a los tantos anuncios apocalípticos que con frecuencia surgen,
como últimamente el relacionado con el calendario de los Maya, o con las distintas
predicciones que suelen hacer algunos grupos sobre el fin inminente del mundo. Junto
a la cautela contra los falsos profetas, estas palabras del Señor son una invitación
a la vigilancia, a vivir nuestro tiempo estando ‘despiertos’, no dejándolo
pasar como si nada, sino utilizándolo para hacer las obras de la luz mientras
podamos. De todos modos, aun con lo difícil que es entender este discurso del
Señor, lo que sí es cierto es que en él se predice la destrucción del templo.
Jesús lo pronuncia sentado en el Monte de los Olivos, teniendo enfrente el
templo, y después de que sus discípulo le hicieran notar la imponencia de sus
piedras y edificaciones.
En
el plano de la fe, la destrucción del templo de Jerusalén está relacionada con la
muerte del Señor en la cruz, verdadero templo de Dios ‘en quien habita la
plenitud de la divinidad’, y al surgimiento de la Iglesia, nuevo templo de Dios
con los hombres. Hoy celebramos el Día de la Iglesia Diocesana que pretende hacernos
más conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia no como algo vago e indefinido,
sino como algo muy concreto, que tiene rostros, lugares y tiempos. La Iglesia
universal de la que formamos parte que es el nuevo templo de Dios, se concreta
en la Iglesia particular que es la diócesis, con al frente el obispo, sucesor
de los apóstoles, y en la parroquia. Es en la parroquia, más allá de otros
grupos y comunidades en los que quizás también participamos, en que se hace
para nosotros presente la Iglesia universal. La parroquia es una realidad
constitutiva de la organización territorial de la Iglesia. Otras realidades
eclesiales, como los distintos movimientos y asociaciones, pueden ser muy
importantes para la vida de la Iglesia, pero no tienen el mismo peso jurídico,
pastoral y eclesial que tienen las parroquias. Es, por tanto, en la parroquia
donde estamos llamados a vivir la fe y donde somos iniciados en ella, donde
recibimos la gracia de Dios a través de los sacramentos, ‘donde vamos siendo
consagrados’ como dice la segunda lectura, donde experimentamos la nueva vida
que brota del amor de Dios en la relación entre los hermanos. La parroquia es
esa ‘fuente de la aldea’, como la llamaba el papa Juan XXIII, a la que todos los
habitantes de un determinado territorio pueden acudir para beber gratis el agua
viva. Tenemos que sentirnos parte activa de la parroquia a la que pertenecemos,
colaborando en sus distintas actividades. Debemos sentirla como nuestra parroquia.
Basílica de San Pedro |
Basílica de San Pablo Extramuros |
Hoy hacemos
memoria de la dedicación de las basílicas de los apóstoles san Pedro y san
Pablo extramuros de Roma. Las basílicas, como las catedrales y los templos parroquiales,
son un signo visible de la Iglesia, del pueblo de Dios, que vive en un
determinado lugar. Pedimos hoy al Señor, por la intercesión de estos dos grandes
apóstoles, que son como “los dos ojos de aquel cuerpo cuya cabeza es Cristo”, como
decía el papa san León Magno en una de sus homilías, que nos ayude a vivir con
más intensidad nuestra pertenencia a la única Iglesia de Cristo.